Hace alrededor de un año, muy pocos apostaban por el futuro político del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Una persistente hiperinflación estaba haciendo estragos en la economía local y el país albergaba a millones de refugiados sirios sin perspectivas realistas de volver a su patria.
Después, vino el devastador terremoto de febrero, que causó la muerte de decenas de miles de personas, abrumó por completo las instituciones locales y puso al descubierto una corrupción endémica.
Más todavía, desde el golpe fallido de julio del 2016, Turquía se ha vuelto cada vez más autoritaria. No hay proyección alguna de solucionar la cuestión kurda y poner fin a la guerra contra el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), y las leyes antiterroristas y un poder judicial complaciente dan a Erdogan potentes instrumentos para suprimir cualquier tipo de oposición.
Durante años, estos acontecimientos internos causaron preocupación acerca de la relación de Turquía con la OTAN y Occidente. La decisión tomada por el gobierno en el 2017 de adquirir un sistema ruso de defensa antiaérea S-400 parecía augurar el fin de la cooperación con EE. UU. en materia de armamento y, para entonces, su reacercamiento con la Unión Europea prácticamente se había estancado.
Muchos occidentales pronosticaron que Erdogan finalmente sería derrotado en las recientes elecciones presidenciales. Sin embargo, obtuvo una contundente victoria en la segunda vuelta. En lo que es igual de importante, los cambios de fondo en el orden paneuropeo desde la invasión rusa a Ucrania de febrero del 2022 han fortalecido su posición.
Tras la compra del sistema S-40, las estrechas relaciones de Turquía con Rusia han planteado dudas sobre su lealtad como país miembro de la OTAN. En respuesta, EE. UU. canceló una entrega prometida de seis aviones de combate F-35, mientras cumplía una promesa similar con Grecia, vecina y antigua adversaria de Turquía.
Las solicitudes de Finlandia y Suecia para integrarse a la OTAN llevaron el asunto a un punto culminante, ya que Turquía bloqueó el acceso de Suecia, argumentando que había servido de refugio a miembros del PKK.
De nuevo en el redil
No obstante, a lo largo del último año, Erdogan ya se había estado acercando sigilosamente a Occidente y sirviendo como mediador entre Ucrania y Rusia en el recientemente suspendido acuerdo para permitir envíos de cereales ucranianos por el mar Negro. Cabe suponer que ese trato entre ambos bandos en conflicto contaba con la aprobación implícita de EE. UU.
Entonces, en la última cumbre de la OTAN, en Vilna, Erdogan finalmente retiró su veto al acceso de Suecia, aparentemente a cambio de la promesa estadounidense de vender a su gobierno aviones de combate F-16. Incluso más: se unió al resto de la alianza en dar su apoyo a una futura membresía de Ucrania.
Con estos movimientos, Erdogan ha vuelto plenamente al redil occidental, muy a pesar del Kremlin. Desde entonces, su país incluso ha buscado calmar sus muy malas relaciones con Grecia. En vez de elevar las tensiones con su vecino (que es miembro de la OTAN) en el Mediterráneo oriental y en el Egeo, ahora está impulsando un reacercamiento y formas de cooperación.
La crisis de Ucrania y las últimas elecciones parecen haber llevado a que Erdogan y sus asesores reevalúen la posición geopolítica de Turquía. En materia de seguridad, resulta evidente que no existen alternativas serias a la OTAN y la relación con los estadounidenses.
De manera similar, ante las persistentes crisis económicas y la inflación es más que sensato estrechar los vínculos con la UE. Con todo, sería un error pensar que Erdogan o su régimen han cambiado. Los políticos de las capitales europeas y Bruselas nunca deben olvidar con quienes están tratando.
Extorsión y otras tácticas
Pero tampoco pueden pasar por alto la ubicación geográfica y la importancia geopolítica de Turquía. Entre otras cosas, este país controla el acceso de Rusia al Oriente Medio y el Mediterráneo oriental (por el paso del Bósforo). Es un actor principal en el Oriente Medio y Cercano, Asia Central, el Cáucaso y los Balcanes, y tiene una enorme influencia sobre las grandes minorías turcas en Estados clave de la UE. Y la UE sigue dependiendo de la voluntad turca de albergar a millones de refugiados que, de otro modo, buscarían ingresar al bloque.
Por todas estas razones, es difícil exagerar la situación estratégica de Turquía para Europa. Pero, tal como Erdogan lo demostró al bloquear la membresía de Suecia en la OTAN, está más que dispuesto a recurrir a la extorsión y otras tácticas duras para lograr sus objetivos.
Y tampoco se puede contar con que actúe con sensatez. Por ejemplo, su intento de vincular la solicitud sueca de ingreso a la OTAN con el proceso de aceptación de Turquía como miembro de la UE fue de una necedad evidente, ya que recordó a los europeos que Turquía realmente no pertenece a la UE.
De todos modos, lo quieran o no, los dirigentes europeos tendrán que trabajar con Erdogan, ya que Turquía es demasiado grande como para ser ignorada. Lo mejor será confinar la cooperación a temas de interés mutuo, como la seguridad y la migración.
No hay duda de que las relaciones económicas también se pueden mejorar. El acceso turco al mercado común de la UE, la unión aduanera y la zona de libre circulación sin visa se podría negociar como parte de una reevaluación más amplia de sus relaciones, pero está fuera de cuestión la plena membresía en la UE.
Si bien la guerra en Ucrania ha dejado claro que Turquía y la UE no pueden actuar sin estar recíprocamente conectados, la conducta de Erdogan ha subrayado lo diferentes que son.
Dados el tamaño y la influencia de Turquía, estas diferencias deben manejarse, ya que tampoco se pueden ignorar. De una u otra manera, la reformulación de las relaciones entre la UE y Turquía representará una parte significativa en la realineación del orden europeo tras la guerra de agresión rusa.
Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y el 2005, fue líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.
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