Los países poscoloniales con nula o escasa tradición democrática que se libran de dictaduras brutales no suelen convertirse en democracias. En vez de eso, es común que deban enfrentar caos político y una competencia de actores extranjeros en busca de ventajas estratégicas.
Es lo que ocurrió en Irak después de la caída de Sadam Huseín y en Libia tras el derrocamiento de Muamar al Gadafi. ¿Le aguarda a Sudán el mismo destino?
Hasta ahora, parece que sí. Cuando en el 2019 un golpe militar sacó del poder al viejo dictador sudanés Omar al Bashir, las mismas potencias extranjeras que hicieron de Libia su campo de juego estratégico vieron una oportunidad para sentar presencia en el cruce de caminos entre África subsahariana y Oriente Próximo.
Es verdad que al poco tiempo se instituyó el Consejo Soberano para que guiara la transición del país a un gobierno civil. Pero el mes pasado (faltando poco más de un año para terminar la transición), el comandante del ejército sudanés, general Abdel Fattah al Burhan, disolvió el Consejo y ordenó el arresto del primer ministro civil, Abdalla Hamdok.
Todos los golpistas habían prestado servicios a las órdenes de Bashir. Además, Burhan ordenó la salida de prisión de altos funcionarios del ahora disuelto Partido del Congreso Nacional de Bashir, así como de varios dirigentes islamistas. Esto generó temor en Egipto y en los Emiratos Árabes Unidos a que la nueva dirigencia de Sudán comparta las simpatías del dictador caído hacia la némesis de los dos: la Hermandad Musulmana, amiga de Catar y Turquía.
Pero los golpes militares en general no son por motivos ideológicos. Suelen ser más bien intentos de proteger intereses corporativos y económicos. Es probable que los jefes militares de Sudán buscaran ante todo poner a salvo sus negocios en la extracción de oro, la construcción y el petróleo.
Otra esperanza probable de los golpistas tal vez haya sido blindarse contra acusaciones internacionales de crímenes de guerra. Al fin y al cabo, Burhan fue uno de los arquitectos del genocidio de Darfur.
Eso no quiere decir que países como Egipto no deban preocuparse. A Turquía la relación con Bashir le produjo grandes beneficios estratégicos, entre ellos, un contrato de arrendamiento por 99 años de la isla Suakin, muy bien situada en el mar Rojo.
Aunque Turquía ha dicho una y otra vez que su única intención es recuperar Suakin con fines turísticos, parece probable la creación de un destacamento militar en la isla. El gobierno de Burhan no solo respetará el contrato de arrendamiento, sino que lo complementará con vastas extensiones de tierra sudanesa que pondrá a disposición de Turquía para el desarrollo agrícola.
También Rusia tiene la costa sudanesa del mar Rojo en la mira. El año pasado firmó un acuerdo con el Consejo Soberano que le permitirá mantener hasta cuatro buques de su armada en Puerto Sudán. Rusia no tenía una base naval en África desde el final de la Guerra Fría y está ansiosa de que cualquier gobierno sudanés reafirme el acuerdo.
Un país que al parecer perdió interés en Sudán es China. A diferencia de Libia, Sudán no es un gran productor de petróleo; perdió esa condición en el 2011 con la secesión de Sudán del Sur, que se quedó con el 80 % de las reservas comprobadas del país. Tal vez eso explique por qué entre el 2011 y el 2018 China solo concedió a Sudán $143 millones en préstamos, mucho menos que los cerca de $6.000 millones que le dio entre el 2003 y el 2010 (mayoritariamente para proyectos energéticos y de transporte).
En la práctica, los intereses de China en Sudán se superponen en gran medida con los de Occidente. Dada la ubicación estratégica del Cuerno de África, ambas partes preferirían que Sudán consiga estabilidad política y autonomía económica.
Luego está Israel, para el que la toma del poder por Burhan es buena noticia, al menos en teoría. El año pasado, fueron Burhan y sus socios militares los que apoyaron el acuerdo de reconocimiento que convirtió a Sudán en el quinto país árabe que establece relaciones diplomáticas formales con el Estado de Israel.
Los líderes nacionalistas civiles de Sudán no estaban muy entusiasmados con el acuerdo, pero sin duda los endulzó la promesa de la administración Trump de sacar a Sudán de la lista estadounidense de Estados que patrocinan el terrorismo. Y las partes beligerantes sudanesas son muy conscientes del valor de Israel como canal de acceso al corazón de Estados Unidos y a su billetera.
Esto ya era bien sabido en tiempos de Bashir. Pese a ser amigo de las némesis de Israel (Hamás y Hizbulá), Bashir también lo cortejaba. Creía que la normalización diplomática le ganaría el apoyo de Estados Unidos y tal vez pondría fin a la acusación en su contra de la Corte Penal Internacional. Se dice que ahora también el líder rebelde libio Jalifa Haftar se acercó a Israel con intenciones similares.
Pero los intereses de Estados Unidos en Sudán van más allá de garantizar el apoyo a Israel, y superan con creces sus intereses en Libia. Para empezar, tras la captura de Afganistán por los talibanes, Estados Unidos está bajo presión de evitar otra derrota resonante de la democracia en el mundo. Y la consolidación de una presencia rusa, turca y tal vez china en un punto estratégico como el Cuerno de África es lo último que necesita Estados Unidos.
Además, el conflicto en Libia no tuvo mucho efecto sobre la estabilidad del Magreb, pero una guerra en Sudán puede trastornar un orden regional precario. La vecina Etiopía ya está empantanada en una guerra civil que amenaza con convertirse en guerra fronteriza con Sudán, lo que interrumpiría las exportaciones de petróleo desde Sudán del Sur. Y el dique Gran Renacimiento de Etiopía en el Nilo es una amenaza existencial para Egipto.
Para evitar un estallido regional, Estados Unidos debe apelar a su influencia y obtener el apoyo de Israel, Egipto y los EAU a una transición hacia un gobierno civil en Sudán. Esto exige poner freno a la Hermandad Musulmana y garantizar que todo gobierno sudanés respetará el acuerdo con Israel. Para lograr una solución a la disputa por las aguas del Nilo, Estados Unidos ya amenazó con cortarle los fondos de desarrollo a Etiopía.
La sociedad civil sudanesa está haciendo su parte con una intensa campaña de resistencia, a pesar de la represión brutal de las fuerzas de seguridad. Esta movilización tiene mucho en común con la que provocó la caída de Bashir. (No se ve una campaña similar en Libia).
Los manifestantes de Sudán no están solos. La Unión Africana intensificó la presión política sobre Burhan, mientras que países occidentales y el Banco Mundial suspendieron la entrega de ayuda. Pero se necesita más. Solo con la ayuda de Occidente (liderado por Estados Unidos) Sudán evitará el destino de Libia y reemprender el camino hacia un gobierno civil.
Shlomo Ben Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí.
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