Al reflexionar sobre mi experiencia como escritora centroamericana, no dejo de pensar en el viaje vital que hicieron Yolanda Oreamuno —cuando escribió la novela «La ruta de su evasión»— y parte de la generación de los años cuarenta, trayecto que comenzamos muchas de las mujeres que escribimos en el Istmo, sin dejar de ver y experimentar que el recorrido lo llevamos a cabo en las tierras y los paisajes del varón.
Un paisaje que, además de ser desigual en cuanto al acceso a la educación, al patrimonio y al mercado laboral, es terriblemente dispar en posibilidades de movimiento, de negociación y de validación cultural.
El paisaje del varón tiene la tierra dividida y las herencias dadas. También tiene su arte y canciones. Canta y entona su historia en corridos y rasguea sus boleros; posee sus lugares de festejo y recorre sus propias cantinas, ferias y prostíbulos. Cuenta con sus lugares de culto y duelo, entre altares, casas familiares y sitios históricos. Y sus lugares para la reorganización social, el cambio político y el de mando, entre oficinas, centros comunales, plazas y embajadas.
El diseño de este paisaje es muy antiguo y está muy bien articulado. En él la mujer ocupa un pequeño espacio. Y aunque a veces lo pareciera, cada vez que el paisaje se me hace nuevo se torna viejo otra vez.
Centroamérica ha cambiado, mas no en los grandes sectores educativo y cultural. Sigue siendo la mujer la que mantiene su condición de dependiente, de carente, sosteniendo con su vida la profunda desigualdad, viva y ardiente, entre los géneros.
Esta desigualdad conduce a otras en las culturas, las clases sociales y, por supuesto, en el propio tejido político que sobrevive al período de las dictaduras y en el lastimoso lastre de la violencia de género que persiste sobre ella.
La mujer sigue siendo la criadora, la que mayoritariamente se mantiene en el hogar, pues este es su paisaje laboral, político, económico y sentimental, con la baja escolaridad que esto conlleva y sin ningún salario.
Esta realidad se ve reflejada en lo que escribimos las mujeres en la región, como espejo, como ruptura o como denuncia.
¿Cómo empezar el camino de la verdadera independencia?, se preguntó Yolanda Oreamuno en las primeras páginas de su novela. ¿Como romper el círculo de abuso, la sumisión y la esclavitud psicológica?, se plantean hoy muchas escritoras que reniegan de la vida doméstica, la maternidad como centro de sus cuerpos, la dominación informativa sobre los afectos, los propios mitos y la objetivación sexual por encima de sus capacidades y talentos en historias que narran severas críticas al patriarcado, por medio de personajes femeninos que son lúcidos testigos de la profunda depresión y aislamiento que aqueja a muchas de ellas.
Porque no es lo mismo narrar con la legitimidad de quien posee la voz del reino que en la suma de las periferias. Periferia de región, de acción y de creación. Aclaro que llamo a esta realidad «paisaje de varón» porque en Centroamérica es muy usual que los hombres se saluden y conversen así, de varón a varón. Aclaro, también, que tampoco es mi intención satanizar la organización social, resultado de la división del patriarcado, porque es el resultado del pasado, pero sí evidenciarla y contribuir a su descolonización.
Consuelo Meza y Magda Zabala, en su excelente ensayo «De las márgenes a la centralidad», identifican una constante en el relato de la guerra, presente en textos de varias narradoras: Norma García Mainieri y Mildred Hernández, de Guatemala; Claribel Alegría y Claudia Hernández, de El Salvador; María Eugenia Ramos, de Honduras; y Gioconda Belli, Rosario Aguilar y Mónica Zalaquett, de Nicaragua.
Identifican, también, el hecho de que el eje de las reflexiones identitarias de género se da a partir de las escolarización de las mujeres, y es mi opinión que las escritoras costarricenses lo hacen en este sentido. No en balde Yolanda Oreamuno se graduó en el Colegio Superior de Señoritas, donde ganó su primer premio con el breve ensayo «¿Qué hora es?», en el cual alude a la necesidad de muchas mujeres de buscar trabajo al final del colegio, ya que en sus hogares no podían mantenerlas, y muchas optaron por el matrimonio como vía de salida.
Cito: que no haga la mujer poses de feminista mientras no haya conseguido la liberación de su intelecto de lo mejor de ella misma preso en su propio cuerpo (1938).
Me pregunto qué habría sido de Yolanda Oreamuno si no hubiera estudiado en ese colegio. Después de un intento de rapto, ella quedó con su talento y comenzó su propia ruta, esquivando la permanente depredación patriarcal de la que hemos sido víctimas tantas de nosotras, propia de la región y de quien, como ella, depende de sus propios medios para la supervivencia.
No solo se trata de mandatos sociales, sino también de prácticas de invisibilización en el estudio, la academia, las políticas, las críticas y las representaciones literarias, que propician la divulgación del pensamiento y la escritura de los varones antes que la de las mujeres, lo que se traduce en la repetición de la historia de desigualdad.
«Una situación que típicamente ha diferenciado y separado a los hombres de letras de las mujeres escritoras en el contexto centroamericano es el acceso del que gozan los hombres a la camaradería literaria: la tertulia de los cafés y bares; las polémicas literarias públicas; la dirección de las revistas y periódicos y casas editoriales; el reconocimiento público; la inclusión en antologías e historias literarias, el otorgar y recibir premios literarios. Todo el entramado y decorado que componen y han creado la cultura y la sociedad literarias tal y como se conocen actualmente», explican Consuelo Meza y Magda Zabala.
De hecho, a nosotras las escritoras nos es mucho más difícil relacionarnos con el medio, cuando podemos darnos tiempo para pensar en una carrera literaria sin haber experimentado alguna conducta abusiva por parte de algún varón en algún momento de la carrera.
La ruta nos deja, pues, sin lengua, sin boca, sin pelo, sin tiempo, pero seguimos y caminamos golpeándonos la cara con puertas que se cierran, tapándonos los oídos para no escuchar los gritos de la tradición, esquivando el ácido de la maledicencia, cayéndonos y levantándonos.
Somos resistentes al agua, al sol, al brillo de los espejos, a la humedad de los pozos y al aislamiento de las habitaciones. Juntamos una y otra vez los pedazos que nos quitaron en el paisaje del varón. Escribimos y seguimos la ruta. Las mujeres seguimos creando identidad y caminos con nuestros textos, y esto nos hace ganar en conocimiento de nosotras mismas.
También, ganamos en educación y desarrollo, y, con ello, en espacios y nombres. En el presente, ya no silenciamos las malas experiencias, y tras los cambios viene algo grato.
Del paisaje del varón surge un pequeño pasaje que deja ver colinas antes desconocidas. Allí, los cultivos son un logro cuidado por todos. Varones y varonas, apoyándose para sobrevivir, cuidando y cuidándose. Hay suficiente espacio para estas nuevas generaciones: mesas, sillas, camas, cunas, hamacas, fogones, herramientas y aparatos. Hay agua para beber y techo bajo el cual dormir. Tenemos que aprender a verlo. Con esto no me refiero a que aprecie la idea inocente de volver a las carencias en una vida agrícola pospandémica.
Me refiero a que con los paisajes vienen las historias y que nos urgen nuevos paisajes y crear nuevas historias. Para esto siempre es necesario principalmente el trabajo. El oficio, que surge del trabajo y el talento, no llega a hacernos famosos a todos, pero sí por lo menos nos conforma como personas apasionadas por la literatura en la región.
La autora es filósofa y escritora.
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