De acuerdo con lo que se espera de la democracia, la existencia de más de un partido político responde a la diversidad de ideologías y opciones políticas que son inherentes a las aspiraciones personales y nacionales de los votantes. Los partidos habrían surgido como herramientas para materializar esas aspiraciones desde las posiciones de poder que pudieran adquirir a través de las elecciones.
A diferencia de los sistemas de partido único, en los que solo una ideología puede acceder al poder, una democracia concedería igualdad de oportunidades para participar y promover su ideología a una amplia gama de opciones, llámese comunismo, neoliberalismo, ambientalismo, feminismo, etc. En ese escenario, los votantes de todas las tendencias encontrarán un partido que se identifique al menos con sus convicciones fundamentales en los temas más relevantes.
Sin embargo, lejos de ese mundo ideal y de lo constitucional y legal, en Estados Unidos desde principios del siglo XIX los partidos con posibilidades reales de llegar al poder se limitan a dos. Por otra parte, mientras que durante las campañas políticas cada partido centra su propaganda en establecer diferencias con el otro, una vez en el gobierno las políticas sobre los temas más fundamentales no cambian.
Ha habido casos en los que han tenido diferencias significativas sobre cuestiones sustantivas, pero estos son poco frecuentes. Un ejemplo fue su enfoque ante la esclavitud: el Partido Republicano se opuso a ella, mientras que los demócratas, en su mayoría, la apoyaban. Sin embargo, en los tiempos modernos, sus posturas con respecto a, por ejemplo, la propiedad privada, el papel de las fuerzas del mercado, los gastos militares o las autoendosadas funciones policiales mundiales son prácticamente idénticas.
Como es habitual, la estrategia central de la campaña actual en ambos partidos es retratar al oponente en el extremo más alejado del espectro ideológico. De hecho, si la hipérbole de la campaña actual se tomara en serio, entonces tendríamos que creer que la ideología del expresidente Trump sería el nazismo, mientras que la de la vicepresidenta Harris sería el marxismo. Si ese fuera el caso y aún con menos divergencia, los votantes se enfrentarían a opciones palmariamente diferenciadas y Estados Unidos tendría un verdadero sistema bipartidista.
Sin embargo, el hecho es que, sin importar quién se convierta en el nuevo inquilino de la oficina oval, Estados Unidos seguirá siendo un país donde priman el sector privado y las fuerzas del mercado, defensor y practicante de la libertad de prensa y la libertad de opinión, la potencia militar más fuerte del planeta, actor feliz directo (gatillero) o indirecto (vendedor de armas) ante cualquier conflicto armado que provoque o surja en el mundo, un aliado incondicional de Israel y de palabra con la solución de dos Estados, miembro prominente de la OTAN, denunciador de dictadores siempre que no sean geopolíticamente leales, despreocupado por los derechos humanos excepto cuando se violan en países que considera rivales o enemigos, opuesto a la proliferación de armas nucleares, y se mantendrá como protagonista clave en el comercio mundial, el progreso tecnológico y los flujos de inversión extranjera directa.
Incluso en lo referente a comercio y la migración hay convergencia: Harris ha adoptado el proteccionismo iniciado por Trump y hoy día apoya la construcción del muro en la frontera con México, una política con el sello Trump.
Ciertamente, habría contrastes políticos entre una administración Harris y una Trump sobre el aborto, el derecho a portar armas, la gobernanza en la lucha contra el cambio climático (y la relevancia misma del problema) y en materia de impuestos. Pero al fin y al cabo, incluso en estos campos, las diferencias sobre los resultados reales de las políticas serán mitigadas por el peso equilibrado de los dos partidos, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado.
Por ejemplo, en cuanto a China, independientemente de quién gane, Estados Unidos seguirá aferrado a una narrativa anti-China, aterrorizado por su competitividad industrial y tecnológica, ambiguo sobre un compromiso militar con Taiwán y promoviendo alianzas económicas, políticas y militares anti-China en Asia y el resto del mundo.
¿Por qué, a pesar del espacio legal para la diversidad ideológica que concede la democracia, los resultados reales son tan homogéneos? En primer lugar, en lo que respecta a la homogeneidad en el apoyo al sistema capitalista, los elevados niveles de prosperidad alcanzados por el mismo EE. UU., las mejoras sustanciales de aquellas economías que han permitido un papel a la iniciativa privada y las fuerzas del mercado (ej., China) y los rotundos fracasos del comunismo son un fuerte factor aglutinador de apoyo a este sistema.
En segundo lugar, porque, independientemente de la libertad de prensa y las frecuentes posturas bombásticas discrepantes, sobre los asuntos de fondo la mayoría de los medios de comunicación tienen una posición idéntica, la cual a lo largo del tiempo ha influido fuertemente en el pensamiento de los votantes.
En tercer lugar, y más trascendental, el dinero es un factor clave en la política estadounidense. Tanto es así que los analistas, al especular sobre los resultados de las elecciones tanto para la Casa Blanca como para el Capitolio, confieren un peso cardinal a la comparación de las contribuciones obtenidas por los candidatos.
Las restricciones a las donaciones de las empresas fueron abolidas por la Corte Suprema de Justicia en el 2010 a través de su decisión en el caso Citizens United v. Federal Election Commission. A partir de entonces, millonarios y multimillonarios llenan las arcas de las campañas políticas con cantidades asombrosas de dinero.
Se estima que el gasto para las elecciones presidenciales, senatoriales y de la Cámara de Representantes que tendrán lugar el 5 de noviembre será de $15.900 millones, suma superior al PIB individual de 52 países.
Cuando las billeteras pesan significativamente en los resultados, el discurso político de los candidatos se homogeneiza en torno a la ideología y los caprichos de los dueños de las billeteras. De este modo, la esperada diversidad de pensamiento en las opciones políticas se ha convertido en un ingrediente solo teórico de la democracia estadounidense.
En mi caso, quiero que gane Harris, no porque espere orientaciones muy diferentes de las de Trump, sino porque una victoria de este, con su soez personalidad y su execrable ética, estimularía en la dirección equivocada a la niñez y la juventud del mundo.
En fin, desde el punto de vista de lo ideológico y de las políticas de más impacto, los demócratas y los republicanos son sustitutos perfectos. Quizás sería exagerado afirmar que EE. UU. experimenta (¡o sufre!) un sistema de partido único, pero, en cualquier caso, la apuesta más segura es que, tanto si Trump regresa a la Casa Blanca como si Harris se queda en ella, el camino para Estados Unidos y su impacto en el mundo no serán muy diferentes.
El autor es economista.