Supongamos que usted no supiera nada sobre un determinado país de bajos ingresos, excepto los siguientes datos. Su ingreso anual per cápita en el 2020 fue de apenas $509, el séptimo más bajo del mundo. En los diez años previos al 2019, los flujos de ayuda se habían reducido a la mitad, a apenas $114 per cápita, o 31 centavos de dólar por persona al día.
Como resultado de ello, su PIB per cápita cayó un 14 % en ese período. Mientras tanto, las importaciones anuales per cápita también se desmoronaron a la mitad entre el 2012 y el 2020, a $179, o apenas 49 centavos de dólar por persona al día, uno de los niveles más bajos en el mundo. Las exportaciones per cápita, apenas por debajo de $38, fueron las menores del mundo. La tasa de pobreza oficial aumentó del 38 % en el 2011 al 47,3 % en el 2020.
Frente a estos números, uno no esperaría que la población tuviera mucho entusiasmo por el statu quo. Tampoco que el gobierno obtuviera un apoyo significativo o exhibiera demasiada capacidad para mejorar las cosas.
En efecto, los flujos de ayuda al país no fueron extraordinariamente grandes, en absoluto. Según el Banco Mundial, los $114 en asistencia per cápita en el 2019 fueron menos que la ayuda recibida por otros 26 países, entre ellos Somalia ($121), Bosnia y Herzegovina ($141), Yemen ($151), la República Centroafricana ($159), el Líbano ($223), Jordania ($277), Cisjordania y Gaza ($477), Siria ($600) y las Islas Marshall ($1.122). Claramente, entonces, la reducción en la ayuda fue una decisión, no una necesidad obvia.
Quizá lo sorprenda saber que el país en cuestión sea Afganistán, al que Estados Unidos y sus aliados occidentales consideraban lo suficientemente importante como para garantizar el sacrificio de cuando menos 3.500 tropas y una cantidad de fondos que eclipsa las cifras mencionadas más arriba.
Según el Departamento de Defensa de Estados Unidos (DoD, por sus siglas en inglés), el costo del compromiso militar en Afganistán, solamente en el 2020, fue de $39.700 millones, el doble del PIB total del país, o $1.060 por afgano.
Del 2001 al 2020, la guerra le costó a Estados Unidos alrededor de $815.800 millones, el equivalente a 40 veces el PIB del 2020 de Afganistán, o $21.000 por cada afgano vivo hoy. Entre el pico del 2012 y el 2020, el gasto militar anual de Estados Unidos en Afganistán cayó el 60 %, o $57.800 millones. Pero, en lugar de utilizar parte de los ahorros para aumentar la ayuda al país, Occidente recortó su asistencia en $2.500 millones en ese período.
Según el proyecto Costos de la Guerra de la Universidad Brown, las cifras del gasto militar del DoD son subestimaciones groseras, porque excluyen la atención médica y por discapacidad de los veteranos de Estados Unidos, así como los intereses por la deuda en la que se incurrió para solventar la guerra.
El proyecto, en cambio, calcula el costo en unos $2,2 billones, el equivalente a 115 años del PIB del 2020 del país, o 30 veces el nivel de ayuda a Afganistán entre el 2001 y el 2019.
Al analizar estas cifras, cuesta no pensar en que la coalición liderada por Estados Unidos perdió la guerra en el frente económico, debido a una asignación muy desacertada de los recursos.
Dada la clara predisposición de Occidente a gastar dinero en Afganistán, debería haber sido posible urdir un milagro de crecimiento que habría creado un respaldo político a favor de más de lo mismo. Más allá de los enormes obstáculos para construir un Estado fuerte en Afganistán, se habría tornado evidente para millones de ciudadanos que les convenía cooperar con el gobierno.
Asimismo, un esfuerzo de estas características no tiene por qué haber sido costoso. Según el Banco Mundial, Afganistán tiene un factor de ajuste del poder adquisitivo de alrededor del 0,24, entre los siete más bajos del mundo, lo que significa que una canasta de consumo estándar que cuesta $1 en Estados Unidos se podría comprar por menos de 24 centavos de dólar en Afganistán.
Pero Estados Unidos decidió renunciar a esos ahorros y perseguir una estrategia de asistencia para el desarrollo que utilizaba contratistas basados en Estados Unidos, que le cobran a Estados Unidos todos sus costos más los correspondientes márgenes, recargos y pagos por trabajar en condiciones difíciles. A esto podríamos sumarle el precio de mantener su seguridad dentro de la zona verde de Kabul.
Algunos podrían decir que estos mayores gastos eran inevitables, porque no se les podía confiar a las autoridades afganas transferencias directas de efectivo o porque carecían de las capacidades para llevar a cabo las tareas necesarias. Mas esto implica que el dilema no era solo entre corrupción y honestidad, sino entre corrupción y una propuesta muchísimo más cara.
Consideremos un plan alternativo. Supongamos que Estados Unidos hubiera combinado su decisión de recortar el gasto militar en Afganistán después del 2012 con un incremento en la ayuda destinado a duplicar el PIB per cápita del país en el 2020. Habría evitado la austeridad, la recesión y la caída de las importaciones que vinieron después.
Supongamos, además, que Estados Unidos hubiera ofrecido el grueso de esta ayuda adicional en forma de un respaldo presupuestario condicionado de manera apropiada, y que hubiera canalizado una porción significativa a los gobiernos regionales y locales en lugar de gastarlo a través de contratistas occidentales, principalmente en Kabul.
Imaginemos también que las fuerzas armadas y la policía afganas hubieran utilizado menos equipamiento importado y apoyo operativo estadounidense (que fue oneroso e insostenible) y más gente. Después de todo, los 300.000 miembros del ejército y de la policía del país conformaban solo el 0,8 % de la población, menos de la mitad del porcentaje en países como Jordania o Israel.
Y agreguemos a eso una estrategia para desarrollar los recursos minerales de Afganistán, quizás a través de emprendimientos conjuntos con una empresa estatal, para darle al país una fuente sostenible de ingresos de divisas e impuestos. Los gobiernos regionales habrían tenido la posibilidad de potenciar sus capacidades, fijar prioridades y quitarles apoyo público a los talibanes.
Una estrategia así habría requerido probablemente otros $5.000 o $7.000 millones adicionales por año en ayuda, una pequeña fracción de los ya reducidos $39.700 millones de gasto militar de Estados Unidos en Afganistán en el 2020.
Si bien es fácil criticar a los responsables de las políticas occidentales por las decisiones que tomaron en Afganistán, gran parte de la culpa tiene que ver con el enfoque general. La estrategia liderada por Estados Unidos en Afganistán debería haberle prestado más atención a fomentar el éxito económico y la capacidad estatal, mientras que los economistas deberíamos haber podido ofrecer mejores consejos sobre cómo lograrlo.
La tarea no era fácil, pero, en vista de la voluntad de las potencias occidentales de gastar enormes cantidades de dinero en el país, tampoco debería haber sido tan difícil.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y director del Harvard Growth Lab.
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