Alguien escribió, con razón, que la experiencia es un bien pródiga y democráticamente dispensado, algo que todo el mundo siente, la única cosa que compartimos por igual.
Deduzco que la experiencia a que el autor se refería no es un acervo o patrimonio común, como la cultura o la historia, sino la que cada uno lleva en sus adentros de manera singular, producto inexorable de vivir.
Saberlo me ha alentado a tomar la experiencia más en serio, reparar más en la que tengo, es decir, intentar en mayor medida descifrarme a mí mismo, vigilarme a mí mismo, y, a partir de allí, ponderar los acontecimientos e interactuar en el mundo. Si fuera más constante y disciplinado, sacaría mejor provecho de hacerlo.
Doy por descontado que todo esto no es nuevo, sino un apercibimiento milenario. De hecho, como cualquier estudiante de humanidades, aprendí en los libros de texto la máxima “conócete a ti mismo”, que apunta también en la dirección de valorizar la experiencia. Lo que pasa es que esta máxima no la había entendido ni la había asimilado, y, desde luego, no la había practicado.
A causa de este descuido, pude caer en la desmesura, la imprudencia o la intolerancia. Fue una suerte para mí y para los demás que no tuviera a mi cargo, al menos de manera inmediata y directa, funciones de gobernanza.
Al hilo de la lectura mencionada al principio, mi memoria dio un salto a Experiencias, un libro casi olvidado y por lo visto descatalogado que Arnold Toynbee publicó en 1969. El historiador inglés me mostró un sentido más pragmático de aquella misma expresión.
Tanto es así que el autor cuenta experiencias que se originaron en su inclinación a caminar. De este modo, aprendió a hablar numerosos idiomas: recorría a pie los países que visitaba, enfrentando la necesidad de preguntar cuál de los caminos lo llevaría mejor a donde quería ir, qué podría comer y beber y dónde podría pasar la noche.
Se dedicó a andar por toda Grecia para perfeccionar su educación clásica: el mejor medio de transporte, escribió, eran sus propios pies, con los que podía seguir fielmente los pasos de los griegos eminentes de la Antigüedad, que gustaban ellos mismos de ir a pie.
Lo recomiendo: caminemos y, mientras lo hacemos, pasemos revista a nuestra experiencia personal. Vale la pena.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.