Una siente escalofríos cuando el director del Organismo de Investigación Judicial afirma que en la trama del caso cochinilla algunas dádivas constituían «favores sexuales y todo aquello que ustedes puedan imaginar».
Empecemos por una aclaración: los favores sexuales no existen. Serían, más bien, seres de carne y hueso, sin rostro, sin nombre, sin apellidos conocidos. Son víctimas de la decadencia moral subyacente en lo revelado hasta el momento.
Si son mujeres, ¿serán adultas, jóvenes o niñas? Si fueran hombres, ¿son adultos, jóvenes o niños? De tratarse de menores de edad, ¿afronta también el país una red de esclavitud sexual? ¿De pedofilia? ¿Habrá seres humanos en búnkeres, cuarterías o lujosos hoteles esperando la libertad?
Tal vez pensábamos que los callos sucios de ciertas almas humanas solo alcanzaban para la prostitución del mercado.
A lo mejor creíamos que Silvio Berlusconi, Harvey Weinstein, Jeffrey Epstein, los sacerdotes católicos y pastores evangélicos pedófilos, y los acosadores y violadores descubiertos gracias al movimiento #MeToo era lo más aberrante posible de imaginar.
En los escándalos más grandes de finales del siglo pasado y principios de este, en los cuales estuvieron involucrados gobernantes, empleados públicos, empresas constructoras y partidos políticos, nunca se mencionó tal degradación, aunque quizás la hubo y nadie le prestó atención.
Odebrecht, Lava Jato o Petrobras fue una investigación relacionada con el pago de sobornos a gobiernos en una veintena de países por contrataciones con el Estado. De por medio solo del dinero se habló.
Tampoco en el caso Gürtel y los papeles de Bárcenas hay referencia a relaciones sexuales como moneda de cambio que nosotros, los costarricenses estupefactos, seamos capaces de imaginar.
Todo aquello que podamos imaginar, como dice Walter Espinoza con puntos suspensivos, serán solo retazos de horrores lejanos, como la venta de niñas en Pakistán o, un poco más cerca, en Guerrero, México, donde las menores vendidas para matrimonio «quedan en absoluta vulnerabilidad» y «su nueva familia las esclaviza con tareas domésticas y agrícolas» y a veces «los suegros abusan sexualmente de ellas», como explicó Abel Barrera, antropólogo y dirigente de la oenegé Tlachinollan, al medio de comunicación El Sol de México, el 22 de mayo.
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Pero las personas como mercancía están hasta en la Biblia, y no hay noticia de la justicia pronta y cumplida para ellas ni para Sara, a quien el patriarca Abraham, según la tradición, entregó a Abimelec, rey de Gerar, y al faraón de Egipto.
Este último habría dado a Abraham, de acuerdo con el narrador del Antiguo Testamento, ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas y camellos. El trueque más ominoso legitimado en la literatura religiosa.
El problema es milenario, desde luego, pero las investigaciones sobre sobornos y las condenas se han centrado en la pérdida económica para las naciones, la mala calidad de las obras construidas o los sobreprecios.
Una encuesta llevada a cabo por Transparencia Internacional, en el 2019, reveló por primera vez la existencia en América Latina de la extorsión sexual. El reporte de la edición número 10 del Barómetro Global de la Corrupción en América Latina y el Caribe dedicó un capítulo a la práctica conocida como sextorsión. La encuesta fue realizada en 18 países a 17.000 personas.
Se calcula que una de cada cinco personas experimentó extorsión sexual o conoce a alguien que la sufrió. Este tipo de violencia ejercida por empleados públicos contra las mujeres se produce a cambio de la prestación de servicios esenciales como salud y educación. El informe añade que a los hombres, por lo general, se les exige dinero.
Los investigadores de Transparencia Internacional no descubrieron, sin embargo, todo aquello que en Costa Rica «sea posible imaginar». Debemos cavar más profundo. Así como hay que desenmarañar la corrupción, hay que desenmascarar la red de prostitución. ¿Quiénes son las víctimas, quiénes los proxenetas, quién el corruptor? La justicia debe darnos respuestas.
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