En el cenit de la colonia costarricense, exactamente un martes 30 de enero, pero de 1725, por la tarde y en la Plaza Mayor de Cartago, concluyeron las más espectaculares fiestas populares de aquel período y de los siglos venideros hasta finales del XX.
Siendo gobernador el gaditano Diego de la Haya y Fernández, uno de los más reputados gobernadores que tuvo la provincia de Costa Rica, organizó once movidos días con sus fulgurantes noches para que la antigua capital del territorio restallara con una seguidilla de eventos, motivados por la asunción al trono español del rey Luis I.
Activo programa
Cuando a De la Haya le comunicaron la abdicación de Felipe V en favor de su primogénito Luis, también le exigieron concertar regocijos lucidos, como era la costumbre en la jura del nuevo monarca. Diego obedeció e ideó más de una semana de celebraciones, las cuales incluirían los habituales desfiles oficiales, escaramuzas, juegos de plaza y toros; sin embargo, pergeñó algo más, algo inusual y portentoso que aumentara su validación como funcionario y contribuyera a afianzarlo en la memoria de los tiempos.
Desde el 20 de enero y día a día organizó entretenimientos para solaz de los cartagineses y del gentío que se allegó desde los valles del oeste dispuestos a disfrutar y vender sus productos o servicios por las polvosas calles al pie del Irazú.
La ciudad se engalanó. La desyerbaron. Los indios apisonaron el suelo de la plaza. Construyeron plataformas. Enjalbegaron las fachadas de las casas de morada. Se convocaron misas de revestidos. El ayuntamiento y la iglesia compusieron primorosos altares para entronizar los retratos de los reyes saliente y entrante.
Por las mañanas los actos protocolarios derivaron en refrigerios y desde las tarimas los discursos concluyeron con monedas lanzadas desde la tribuna a la concurrencia. La algarabía empezaba al toque de diana y se extendía hasta la madrugada iluminada con bengalas y artilugios inflamables que creaban impresionantes fantasmagorías acompañadas por el redoblar de las cajas tamboriles, el sonar de los clarines y el barullo de cientos de concurrentes.
Del menú celebratorio quedó una relación testimonial que se explaya en detalles, principalmente al narrar los últimos días de aquellas carnestolendas.
Para el lunes 29, a los naturales de Curridabat, Aserrí, Pacaca y Barva se les encargó una escaramuza y a los de Cot, Quircot, Tobosi y Laboríos se les pidió una invención para dicha tarde, pero como ninguno tenía idea de qué hacer, recurrieron al gobernador.
Fue providencial para las fiestas y para la historia del teatro en Costa Rica ya que De la Haya ideó una naumaquia. Las naumaquias son representaciones escénicas de alto aparataje, lacustres o terrestres; las primeras con luchas de barcos flotantes, las otras con naves sobre ruedas.
Diego mandó construir dos enormes embarcaciones rodantes, muy adornadas, para enfrentarlas en la Plaza Mayor. Los allegados desde Barva, Aserrí, Pacaca y Curridabat fueron los que empujaron los dos carromatos bordeando los costados de la iglesia, mientras que los de Cot, Quircot, Tobosi y Laboríos iban de tripulación.
Los del primer grupo acababan de jugar vigorosamente una escaramuza, pero inmediatamente fueron lanzados a empujar las embarcaciones. Los pesados artilugios debían de moverse sobre el arenoso suelo de la plaza contando solamente con fuerza humana y la suplieron los antedichos, para quienes habrá sido una jornada extenuante.
En cada una de las naves se pusieron dos españoles inteligentes, o sea avezados en dirigir batallas, pero fueron muchos los vecinos que encarnaron personajes genéricos, o puntuales como los negros y negras e indios e indias que cita la crónica.
En la tarde de marras el golpe de efecto habrá sido enorme cuando las galeras emergieron entre humo desde detrás de la iglesia, para enseguida circundar el templo y embocar en la Plaza Mayor. Las naves, una con gallardete español y la otra con banderola de moros, se adentraron en el polvazal ante un público emocionado al extremo, exaltado. La nave española disparó un tiro. El gallardete moro fue desenrollado. Reconocidas las insignias, ambas se bordearon como lo hacen las embarcaciones antes de las lides oceánicas.
Lo que siguió fue delirante. Las cargas de la artillería de cada embarcación intentaron tomar la contraria saltando por las bandas en lo que navalmente se considera abordar a la larga, que es ponerse costado por costado, propiciando la incursión de los tripulantes contrarios, cada bando con la intención de adueñarse o destruir el barco enemigo.
Hubo enfrentamientos cuerpo a cuerpo, caídos y levantados, choques y golpes, pero no quedó consignado ningún accidente ni heridos. Si los hubo, tampoco el cronista empañaría su escrito consignándolo, a menos que hubiera sido algo de singular magnitud. También llama la atención que el escribano oficial no hace referencia al desenlace del encuentro, ya que si ganaba la nave española sería muy celebrado en la provincia y en el reino.
En todo caso, aquella representación fue prodigiosa para los cánones de lo visto en la provincia y un excelente clímax del programa que vertebró las actividades.
En casa, con Calderón
Las festividades sumaron destacados elementos teatrales. De la polvosa naumaquia se extraen asuntos primordiales para la historia del teatro en Costa Rica, pero también en el festival de 1725 hubo importantes representaciones dramáticas de índole privada.
El martes 30 concluyó el festival con dos obras escenificadas en el patio de la casa del gobernador. Una fue una loa, un subgénero del teatro cuyo nombre proviene de loar: ensalzar o elogiar a una persona o cosa resaltando sus cualidades.
La escribió el propio Diego. La otra fue la comedia Afectos de odio y amor, de Calderón de la Barca, lo que sugiere que en Costa Rica las grandes obras mundiales importaban más hace tres siglos que ahora.
Era costumbre que las veladas fueran precedidas y cerradas por música, como posiblemente ocurrió. El relator no especifica si la loa fue montada o leída; sin embargo, como sabemos que el gobernador dispuso de los vecinos de los valles para las funciones, aquel resultaría el primer conjunto de intérpretes teatrales noticiado en la historia costarricense.
Probablemente, fueron los mismos que encarnaron el texto calderoniano, sin percatarse de que inauguraban la cualitativa y cuantitativamente irregular actividad teatral de los siguientes trescientos años en nuestro país.
El autor es escritor.