Las letras siempre fueron una amenaza para los dictadores. El concepto de déspota ilustrado, por mucho que se repita, parece contradictio in terminis. La ilustración y el menosprecio por el derecho ajeno no están hechos para la convivencia. Un repaso de la historia latinoamericana trae a la mente una larga sucesión de bestias iletradas, desde Páez hasta Stroessner, desde Ubico hasta Bánzer.
Los autócratas ilustrados, si los hubo, escapan a la memoria. En cambio, la cultura ronda a los líderes democráticos. Figueres, enamorado de Tolstói y exquisito cuentista, fue contemporáneo y amigo de los Rómulo, uno de ellos cumbre literaria venezolana y el otro influyente pensador. Martí fundó una república mientras abría camino al modernismo y Juárez rescató otra con tiempo de sobra para enriquecer el ideario humanista.
Solo los déspotas muestran incomodidad frente al saber. Lo entienden como amenaza y no dejan de tener razón. No obstante, algunos, quizá por sus circunstancias, llevan la paranoia al extremo. Entre ellos, Daniel Ortega se está forjando un lugar de privilegio.
La cruenta dinastía de los Somoza, padre, hijos y chigüín frustrado, convivió con la Academia Nicaragüense de la Lengua durante largas décadas. Fundada en 1928, la institución coexistió con la jefatura del fundador de la dinastía en la Guardia Nacional y se adelantó a su formal ascenso al poder en 1937. Creada mediante decreto ejecutivo e instalada en el salón de honor del Ministerio de Relaciones Exteriores, tuvo su primera sede en la Biblioteca Nacional. Ningún Somoza le planteó una amenaza existencial en la orgullosa patria de Darío y un sinfín de destacados literatos.
Entre los fundadores figuró Pedro Joaquín Chamorro Zelaya, abogado, historiador, periodista y director de La Prensa, adquirida por él en 1932. En ese cargo, dio voz a la oposición a Somoza García. Su hijo Pedro Joaquín Chamorro Cardenal heredó la misión en 1952 y le fue fiel hasta su asesinato en 1978 por sicarios de Somoza Debayle.
Entre tantas vicisitudes, la Academia subsistió hasta el martes, cuando 75 diputados obedientes a Ortega cancelaron su personería jurídica por omitir registrarse como agente extranjero, una argucia inventada por el régimen para incrementar el control sobre organizaciones no gubernamentales, en especial si ofrecen abrigo a intelectuales como Sergio Ramírez y Gioconda Belli, residentes en España pero con miles de oídos atentos a escucharlos en Nicaragua.