Víctor Frankenstein, el célebre personaje de la novela homónima que Mary Shelley (1797-1851) publicó en 1818, explicó que, impulsado por los adelantos de las ciencias y de la mecánica, se propuso “la creación de un ser humano”, proyecto que, de tener éxito, lo convertiría en el hacedor de una nueva especie de “seres felices y maravillosos”.
Casi medio siglo antes de la publicación de Frankenstein, la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) afirmaba “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Poco después, los revolucionarios franceses, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), sostenían que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”.
Invención. Si bien pueden encontrarse manifiestos a favor de los “derechos humanos” anteriores al último cuarto del siglo XVIII, lo específico de las declaraciones estadounidense y francesa fue que, como lo ha señalado la historiadora Lynn Hunt, afirmaron como evidente la universalidad de esos derechos.
Al proceder de esta forma, estadounidenses y franceses se rebelaron contra aquellos regímenes políticos que, al apelar a criterios de linaje de sangre y de voluntad divina, naturalizaban la desigualdad.
Desde esta perspectiva, la invención de los derechos humanos, entendida como una construcción cultural, corrió paralela con la formación de las naciones modernas, que fundaron la soberanía en la voluntad popular, expresada mediante elecciones periódicas con participación de todos quienes calificaran como ciudadanos.
Limitaciones. Esa primera invención de los derechos humanos, que se materializó a finales del siglo XVIII, era ciertamente de una universalidad limitada en la práctica, ya que dejaba por fuera de su cobertura a importantes sectores de la población, como los étnica o culturalmente distintos, los esclavos, los discapacitados y, por supuesto, las mujeres.
A medida que los Estados nacionales se afirmaron a lo largo del siglo XIX, el nacionalismo se convirtió en la base de nuevas restricciones y discriminaciones, en particular para quienes no calificaban como ciudadanos con base en criterios económicos, étnicos, culturales o de género, o por ser migrantes.
Pese a esas limitaciones, la ampliación progresiva de los derechos políticos a inicios del siglo XX, que posibilitó a sectores cada vez más amplios de la población adquirir la ciudadanía, jugó a favor de una universalidad cada vez más efectiva de los derechos humanos.
Las demandas y luchas de las clases trabajadoras también contribuyeron decisivamente a esa universalización, que se manifestó en la implementación de políticas sociales dirigidas a los sectores económicamente más vulnerables, y en la creciente abolición de prácticas como la tortura y la pena de muerte.
A lo largo del camino por ampliar los derechos humanos y hacerlos efectivos hubo, evidentemente, avances y retrocesos; entre estos últimos, los principales estuvieron asociados con los horrores de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y de otros conflictos bélicos, y con el terrorismo de Estado.
Tipología. En diciembre de 1948, la Organización de las Naciones Unidas, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, indicó que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Además, especificó que “toda persona” tiene esos derechos y libertades “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Sin duda, el contraste más visible entre las declaraciones estadounidense y francesa del siglo XVIII y la de la ONU es que esta última se refiere a personas, no a hombres; pero la diferencia más profunda es que la de la ONU introdujo una exhaustiva tipología de casi todas las formas posibles de discriminación de que puede ser víctima un ser humano.
La declaración de la ONU resultó estratégica durante la Guerra Fría, ya que tanto Estados Unidos y las democracias occidentales, por un lado, como la Unión Soviética y sus satélites, por otro, podían acusarse mutuamente de violar los derechos humanos o de promover o encubrir esa violación.
Fue en el contexto de este conflicto de alcance planetario que los derechos humanos empezaron a convertirse en una política global. Tal proceso favoreció, especialmente a partir de la década de 1960, que sectores cuyos derechos no habían sido reconocidos o lo habían sido solo parcialmente –como diversas minorías étnicas, las mujeres y las parejas no heterosexuales– empezaran a reivindicarlos de manera cada vez más sistemática.
Ruptura. En la declaración estadounidense de 1776, la humanidad y los derechos consiguientes son dados por Dios; en la francesa de 1789 y en la de la ONU de 1948, que son textos decisivamente seculares, la condición humana resulta del nacimiento. En Frankenstein, en cambio, Shelley consideró la posibilidad de que una persona, con base en la ciencia y la tecnología, creara a otro ser humano.
Al desplazar al creador divino por el humano y al sustituir la procreación basada en las relaciones heterosexuales por la ingeniería médica, Shelley introdujo no solo una ruptura fundamental con la cultura de su época, sino que exploró territorios hasta entonces desconocidos de la relación entre ciencia, tecnología y condición humana.
El primero y más evidente consistió en mostrar la posibilidad de que, a partir de los avances científicos y tecnológicos, los seres humanos dieran origen a formas de vida inteligente, pero cuyos derechos no necesariamente serían reconocidos de manera inmediata.
Igualmente, Shelley consideró las condiciones específicas en las cuales esos seres podrían humanizarse o deshumanizarse, y asoció ambos procesos con el acceso a ciertos derechos básicos o con su pérdida.
Por último, Shelley también imaginó que seres así creados podían ser más fuertes, resistentes e inteligentes que los humanos, por lo que se corría el riesgo de que, con base en esa superioridad y en defensa de sus derechos, se rebelaran en contra de sus creadores.
Monstruos. A inicios del siglo XIX, en una época en que los derechos humanos pertenecían más al futuro que al presente, la joven novelista inglesa empezó a hacerse preguntas sobre las posibilidades de una humanidad más allá de lo bíblicamente humano. Al hacerlo, supo mirar por encima del horizonte de su tiempo y atisbar los desafiantes rumbos del porvenir.
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Todavía un ser humano no ha podido (que se sepa) crear a otro, pero los avances científicos y tecnológicos del último siglo han permitido ya a las personas prolongar su vida, trasplantar órganos, controlar su reproducción, recurrir a la fecundación artificial, cambiar de sexo e incorporar prótesis en sus cuerpos. Novedades todavía más extraordinarias se vislumbran en las próximas décadas.
Para nuevos cuerpos y nuevas formas de humanidad son necesarios nuevos derechos. En el siglo XXI, Frankenstein, cuyo bicentenario se cumple precisamente este año, tiene mucho más que decir sobre el porvenir de la humanidad y de sus derechos futuros que quienes mezclan política y religión para crear monstruos –como los que en días pasados recorrieron los campos y ciudades de Costa Rica– evangélicamente diseñados para devorar los derechos humanos ya existentes.
El autor es historiador.