Los estudios sobre cambio climático y calentamiento global son relativamente recientes y, a cada paso, nuevos descubrimientos obligan a revisar conceptos apenas establecidos. Hace un par de lustros, en Costa Rica se hablaba de transformar la flotilla de autobuses para abandonar el diésel y la gasolina, y sustituirlos por gas natural.
La idea no pasó de ensayos con un puñado de autobuses, pero la adopción generalizada de la nueva tecnología, incluso más allá del transporte, colisionó con los costos de traer el gas hasta nuestros puertos. Entonces, quedamos con la ilusión del proyectado gasoducto centroamericano. Se esperaban beneficios económicos, pero ya había conciencia de la necesidad de adoptar fuentes de energía más amigables con el ambiente.
Con el tiempo y la postergación de aquellas soluciones, se comenzó a hablar de la electrificación del transporte con fuentes renovables. Cuando mucho, el país ha comenzado a gatear en esa dirección, pero la discusión sobre el uso del gas natural y la explotación de posibles yacimientos en territorio nacional nunca fue abandonada. En días recientes, el ministro de Obras Públicas y Transportes, Luis Amador, volvió a resucitarla.
El gas natural no es una fuente limpia, pero emite cantidades significativamente menores de dióxido de carbono. El carbón, la fuente más sucia, despide el doble. Por eso, el gas natural ganó terreno como combustible de transición entre los más tradicionales y las fuentes de energía limpia y renovable.
El gas natural se compone en buena parte de metano, que se consume en el proceso de combustión. Esa es una gran suerte, porque si escapara hacia la atmósfera, su efecto inmediato sobre el calentamiento global superaría en mucho el impacto del carbón. Según estudios recientes, citados por The New York Times, bastaría la fuga de un 0,2 % de gas natural para hacer el mismo daño.
No obstante, los mismos estudios, hechos con participación de la agencia espacial estadounidense (NASA), indican que la fuga de metano es prácticamente inevitable y lleva años en proceso. Gasoductos, pozos petrolíferos, plantas de procesamiento y hasta los hogares se ven imposibilitados de impedir el pequeño pero devastador escape.
El metano se disipa con mayor rapidez, pero esa celeridad se mide en décadas y la ciencia coincide en el carácter decisivo de los próximos 20 años para evitar consecuencias catastróficas del cambio climático. El desarrollo de la investigación podría imponer una reconsideración del gas natural.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.