A pesar del abandono del gobierno central, y de no pocos gobiernos locales, las personas dedicadas a la agricultura y la producción de alimentos de origen animal hacen un esfuerzo estoico, heroico, y con alta resiliencia, para mantenerse en la actividad. No podemos comer chips de computadora, ni algoritmos de inteligencia artificial, no nos darán de comer si hombres y mujeres no se dedican cada día a trabajar la tierra y los recursos acuícolas para proveernos los alimentos que satisfacen nuestras necesidades más elementales.
En el tejido cotidiano de nuestra sociedad, invisible para muchos, pero esencial para todos, está el arduo trabajo de estas personas que, sin duda, realizan una labor titánica y muy poco reconocida.
Como hijo de campesinos, y habiendo sido yo uno durante mi infancia, adolescencia y primera juventud, ni puedo dejar de ver, reconocer y admirar cómo, en medio de condiciones atmosféricas tan marginales, la gente del campo sale a trabajar la tierra, a lidiar con sus animales, y a batallar con el mercado —como consumidores y como vendedores—, en medio de circunstancias externas que los estrujan y ponen a prueba todo su valor humano. Este espacio lo dedico a ellos, para agradecer su esfuerzo constante y para reflexionar sobre las condiciones en las que desempeñan su labor.
La mayoría de nosotros da por hecho que puede, si el dinero se lo permite, adquirir las frutas, verduras, vegetales, cereales, lácteos, huevos o carnes —de cualquier tipo—, en el abastecedor, verdulería o supermercado más cercano.
Probablemente ninguno de nosotros se cuestione el sacrificio que implica garantizarlo. Quienes los producen no distinguen entre días feriados y jornadas ordinarias. Su día inicia cuando la mayoría de nosotros aún duerme y termina cuando ya el sol ya se ocultó. Enfrentan el clima, los precios volátiles de los insumos, las plagas y enfermedades que afectan sus cultivos y animales, y el cansancio acumulado de semanas, meses y años de trabajo sin descanso.
Encima de eso, los agricultores y productores costarricenses enfrentan un contexto político y económico adverso, exacerbado por la ausencia de políticas públicas efectivas de incentivos y protección a su actividad y quienes se dedican a ella. Ha habido un liderazgo errático por parte del gobierno del presidente Chaves Robles. El ministro de Agricultura y Ganadería (MAG), Víctor Carvajal, ha mostrado desconocimiento, arrogancia y desprecio por los sectores técnicos, científicos, académicos e, irónicamente, por los productores mismos. Sus acciones parecen desconectadas de las realidades del sector agropecuario.
Podemos recordar promesas de campaña como reducción de los precios de los insumos agropecuarios, protección para la seguridad alimentaria, precios justos, entre otras. No obstante, lo único memorable ha sido una ruta del arroz que quebró a muchos arroceros pequeños y dejó a cientos de personas en la calle, mientras el precio nunca bajó para el consumidor. O las pérdidas para el sector exportador por un tipo de cambio que tiene al colón sobrevaluado. Y, más recientemente, el inconveniente y caprichoso decreto de trazabilidad del ganado.
Mientras tanto, los insumos siguen caros, hay desprotección al productor local, y se favorece la importación. Resultado: productores que se retiran de la actividad, desempleo, informalidad, pérdida de la ruralidad, inmigración hacia áreas urbanas con incremento de los problemas sociales asociados, impacto a los sistemas de salud y de pensiones, por citar los más evidentes.
No quiero imaginarme al vicepresidente Stephan Brunner, decirles a quienes producen nuestros alimentos, lo mismo que les sugirió a los exportadores cuando declaró en una entrevista, que si su actividad no le era rentable se cambiaran a otra. Hay que recordar que quienes se dedican a esta actividad lo han hecho por años, quizás es una actividad de profundo arraigo familiar con la que tienen un profundo compromiso y en la que han realizado una enorme inversión personal y económica. Cambiar de actividad, por tanto, no es una opción sencilla ni viable para quienes han dedicado su vida al cultivo de la tierra o a la crianza de animales.
Según datos de la Secretaría Ejecutiva de Planificación Sectorial Agropecuaria (SEPSA), el sector agropecuario produce cerca de 225.000 empleos directos. Si se suman los relacionados con el sector transformador y de logística, este dato se duplica. Lamentablemente, las personas ocupadas en estas actividades se han reducido de manera constante, con variaciones interanuales un 5% promedio entre el 2020 y el 2023. Esto significa, en número absolutos, pasar de 268.630 en el segundo semestre del 2020, a 234.477 en el mismo período del 2023. Es muy probable que haya bajado aún más en el 2024. Preocupa aún más, que, en mayor proporción, las desplazadas son las mujeres, con una variación interanual de poco más del 15%, en promedio, para ese período.
Falta de apoyo
La seguridad alimentaria de un país no es un concepto abstracto: es una promesa concreta de acceso a alimentos suficientes, seguros y nutritivos para todos. Costa Rica, a pesar de su historia de éxito en varios ámbitos sociales y económicos, está viendo cómo esta promesa se tambalea. La falta de políticas de apoyo y los recortes presupuestarios en programas esenciales del MAG, del Consejo Nacional de Producción (CNP), del Sistema de Banca para el Desarrollo, así como una pésima infraestructura vial dificultan que los productores agropecuarios logren una productividad adecuada, así como un mercado conveniente y oportuno. En un país donde la actividad agropecuaria ha sido pilar de su economía, cultura y desarrollo, esto resulta inaceptable.
Existe una clara carencia de incentivos para adoptar tecnologías sostenibles, de reducción del impacto sobre los ecosistemas en forma directa por el uso desmedido de agroquímicos y pesticidas, así como de prácticas tendientes a mitigar el impacto de sus actividades sobre el cambio climático. Sin embargo, los recursos destinados a la investigación y extensión agropecuaria han disminuido considerablemente.
La falta de un plan estratégico a largo plazo no solo pone en riesgo a los productores, sino también a todos los costarricenses que dependen de sus productos. El cortoplacismo, los caprichos, la ignorancia y la ausencia de diálogo con los reales actores del sector nos están conduciendo por el camino hacia el despeñadero.
Como sociedad, tenemos el deber de reconocer este esfuerzo y exigir cambios sustanciales en las prioridades gubernamentales. El sector agropecuario no puede seguir siendo tratado como un tema de segunda categoría. Es urgente que se implementen políticas que fomenten la sostenibilidad, la innovación y el desarrollo rural. Esto incluye desde el verdadero acceso a los fondos de la Banca para el Desarrollo, hasta programas de investigación, extensión, educación y capacitación en buenas prácticas agropecuarias.
Las alianzas entre sectores de producción primaria, agroindustriales, importadores de insumos agropecuarios, exportadores, diversos ministerios y entes de gobierno, y academia, podrían ser de enorme provecho y alto impacto positivo para este sector. De estas iniciativas conjuntas pueden surgir políticas dirigidas a impulsar la asociatividad y el cooperativismo. Estas estrategias han demostrado ser efectivas para mejorar la competitividad y la capacidad de negociación de los pequeños productores, ofreciendo productos de mejor calidad.
Mientras esas acciones ocurren, podemos agradecer a nuestros productores agropecuarios eligiendo los productos nacionales y pagando un precio justo por ellos. Es un ganar-ganar: si compramos sus productos favorecemos su permanencia en la actividad y, con ello, nuestra seguridad alimentaria. Al final de la cadena, tendremos una mejor sociedad. Si tiene dudas, imagine al país sin los productores de alimentos agropecuarios que hoy tenemos.
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, profesor de Epidemiología en la UNA y la UCR. Ha publicado aproximadamente 140 artículos científicos en revistas especializadas.