Se habrán enterado: el escritor y miembro de la Real Academia Española (RAE) Javier Pérez-Reverte ha divulgado su resolución de retirarse de esta institución si se cambia el lenguaje de la Constitución española por uno inclusivo.
Imágenes másculinas. La controversia sobre el lenguaje inclusivo o no sexista está servida. Parece que los aires de cambio que mortifican a Pérez-Reverte y que podrían cuajar en la enmienda del texto constitucional español, que data de 1978, son alentados por Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno. A juicio de ella, la redacción de la Constitución “en masculino” se corresponde con una sociedad de hace cuarenta años, y “hablar en masculino” traslada al cerebro solamente “imágenes masculinas”.
¿A cuenta de qué perseverar en el lenguaje masculino, ya no solo en ese texto cimero que es la Constitución, sino en el resto del ordenamiento jurídico? La simple sospecha de que esta modalidad del lenguaje traduce al plano de las normas una situación de desigualdad, exige una respuesta.
Posiciones. Bien, se argumenta, por ejemplo, que esa modalidad es obra del hábito o de la tradición, nada más que una convención inofensiva que facilita la técnica de composición de la norma. Pero este argumento no rebate el hecho mismo de la desigualdad y solo enseña que esta situación es de origen histórico. En tal caso, como dice un texto constitucional, y no es inconveniente repetir, los poderes públicos están obligados a adoptar una actitud positiva y diligente tendente a su corrección.
La apropiación de las normas de derecho por el lenguaje masculino no es un hecho inofensivo. Las normas son pautas que estructuran y determinan el diseño social, por consiguiente, el diseño social se hace desde lo masculino. Esto nunca ha sido poca cosa.
Al revés. Por otra parte, no son en absoluto insuperables las dificultades que enfrenta la técnica legislativa para componer las normas a partir de un lenguaje inclusivo o no sexista.
Lo cierto es que, por ejemplo, era bochornoso leer hasta 1999, cuando adoptamos un lenguaje inclusivo, que el artículo 20 de nuestra Constitución con el que se abre –nada menos– que el capítulo relativo a los derechos y garantías individuales, rezara todavía: “Todo hombre es libre en la República; no puede ser esclavo el que se halle bajo la protección de sus leyes”. A la vista de este texto, ¿qué se podía pensar sobre el estatus jurídico de la libertad de la mujer? Al reconocimiento de su libertad esencial se llegaba de manera no siempre paritaria por vía de interpretación del texto, mediante aplicación derivada del lenguaje masculino.
Otro tanto sucedió hasta aquel año con la disposición constitucional alusiva al principio de igualdad, el artículo 33. Se abandonó entonces la fórmula original, “todo hombre es igual ante la ley”, por la que rige en la actualidad, “toda persona es igual ante la ley”.
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Hubo quien alegó que en ambos casos la enmienda era superflua porque todo el mundo entendía como cosa natural que en la expresión “hombre” estaba comprendida la mujer. ¿Esta coincidencia en las propiedades omnicomprensivas del lenguaje masculino sería igualmente unánime si la versión original hubiese dicho al revés: “toda mujer…”?
Pese a las reformas, si se echa un vistazo al ordenamiento jurídico, incluso el más reciente, no es inesperado comprobar que el lenguaje masculino es un hueso duro de roer.
El autor fue magistrado.