De regreso de un corto viaje de emergencia a mi tierra, Bélgica, en el avión me tocó sensibilizarme por la cambiante manera como ahora se entiende y emplea el concepto de lectura. Es, ciertamente, curioso constatar cómo conviven por lo menos cuatro percepciones, que paso a detallar.
La primera, la “vieja”, fue la que apliqué repasando el clásico de Mario Sancho Costa Rica, Suiza centroamericana, escrito en 1935, publicado por la Editorial Costa Rica en tamaño de bolsillo, literalmente, apropiado al no estorbar entre tanto equipaje. Pero me distraje constantemente por observar otras formas peregrinas de lectura.
Una, la vi ejemplificada delante de mí. En pocos años, de las pantallas grandes en los pasillos, ahora pasamos a minimuestras de ellas, incrustadas en los asientos delante de uno: todo el santo viaje trasatlántico una pareja delante de mí no quitó la vista de esos espejitos… Eso sí, cada uno en programa diferente, absorbiendo pasivamente, por cierto, cantidad de violencia, aunque fuera disfrazada en dibujos animados. ¡Vaya, chupeta electrónica!
¡Todo lo contrario le pasó a un mocoso de, pienso, unos cinco años, unas filas adelante, que yo observaba por el pasillo: ¡Durante horas y con destreza envidiable, estuvo dándoles a las teclas de programación! Cambiaba con vertiginosa velocidad de un programa de diversión a otro. Me entró la nostalgia de mi juventud al ver cómo, ahora, en forma digital, jugaba, solo, al combate naval armando el tablero de combate para después tirar bombas y torpedos; luego alternaba ajedrez, golf etc., con pasmosa destreza y velocidad.
También practicaba billar, pareciera para ir adelantando materias en la escuela, con los nuevos programas del MEP. Me habría gustado sentarme al lado del crío para aprender yo de su lectura contextual, veloz, al mando de una batería de botones que yo apenas localizaba.
Otra forma. Diferente, otra vez, fue la lectura que hacía una señorita adolescente o más durante tamaño rato, más cerca. Ignorante, yo, había visto que mi pantalla ofrecía información de vuelo y el aburrido aeroplano, de necio, no se apuró en avanzar entre Madrid y San José. Pero, diantres, mademoiselle se puso a toquetear el mapa en la pantalla y esta se las agenció poco menos a bailar al compás de los dedos finos de ella. Ágil la vi en el toqueteo (cosa que jamás me imaginaba, como con fotos en mi teléfono inteligente). Se dedicó, eso sí, más bien superficialmente a observar geografía y topónimos, acercándonos ya a los verdes prados de Costa Rica.
Yo seguí calmadamente la lectura en mi librito. Al darme cuenta de que mi luz individual molestaba a mi vecino, que no tragó ni una letra, ni de la etiqueta en la botella de vino que se tomó, para después echarse a dormir a pata suelta, al rato, a punta de foco de mi celular, terminé de leer mi libro. ¿Anticuados el autor y el lector? No cabe duda, pero de mi viaje, aparte de una refrescante y hasta burbujeante relectura de Mario Sancho, traje unas doscientas hojas en fotocopia, algunos libros nuevos y varios —entre otros un Fénelon— con encuadernación de esas, de lujo, de una calidad ya totalmente insuperable.
Con exceso de equipaje por lo anterior, por suerte y gracias a la compañía aérea, no me tocó pagar nada por exceso de equipaje, y pese a mi temor utópico, el avión no se inclinó de mi lado.
Por siglos, prácticamente no ha variado el espectro de posibilidades de lectoescritura; en cambio ahora, entre los ejemplos descritos, a ese muchacho, casi niño, le auguro el mejor porvenir si, aparte de sus destrezas demostradas, se empeña también en la escritura y la lectura clásica, sí, hasta manuscrita. Todas las citadas formas de lectura son válidas y han de ejercitarse. Esas habilidades de “lectura” y “escritura” cada vez más se entrecruzan.
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Pero ¡ojo!, a la larga a todas subyace la capacidad idiomática en sentido tradicional de la palabra. De allí, la tragedia que asoma a la vuelta de la esquina: si en Don Quijote Cervantes se lució con más de 20.000 palabras diferentes, en conversación entre profesionales pensionados puede que ahora trasluzcan unos 3.000 vocablos, mientras entre jóvenes la parla se reduzca a diez veces menos, salpicado su lenguaje con groserías, y en lo escrito, ilustrado con docenas de emoticones. Bienvenidas las imágenes, pero con tal de no matar la imaginación y ¿adiós pensamiento crítico personal y profundo?
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El autor es educador.