La Asamblea Legislativa declaró el 7 de agosto el Día de la Paz Firme y Duradera. Para la generación que vivió aquella época, que respaldó nuestros esfuerzos por lograr la firma del Plan de Paz, esta fecha será un aviso que por siempre señalizará aquellos años de dolores y de sueños. Para los presidentes centroamericanos que protagonizamos ese esfuerzo, es un gesto más de la gratitud de un pueblo que reconoce, en la paz, la más hermosa herencia.
Pero esta declaratoria es, quizás, más importante para las personas jóvenes, para las nuevas generaciones. Porque ningún costarricense de más de 40 años necesita que le recuerden los horrores de la guerra. Ninguno necesita que le describan los desfiles de ataúdes porque los vio en los noticiarios. Ninguno necesita que le cuenten sobre las olas de migrantes y desplazados porque los conoció en persona. Ninguno necesita que le relaten el sonido de la metralla, el humo después de un tiroteo, el rostro de las madres que buscan a sus hijos entre los muertos alineados en el suelo, descomponiéndose al aire libre.
Trágicamente, una nueva generación de hermanos nicaragüenses se ha asomado hoy a esos abismos. A esos jóvenes que hoy están en la mira de los francotiradores y en la ruta de las caravanas paramilitares, les envío desde aquí toda mi fuerza, todo mi apoyo, toda la convicción que me han legado décadas de lucha por la paz alrededor del mundo.
Que no dude la Nicaragua joven: Centroamérica está de su lado. Y de su lado está también la historia. Hay un futuro mejor para Nicaragua. No es un futuro automático. Es un futuro que se labra con la mente, con el espíritu y con las manos.
Montar guardia. El triste retroceso de Nicaragua nos recuerda que la paz no puede darse por sentada. Que a la libertad hay que rescatarla constantemente de la amenaza del populismo y de los delirios autoritarios. En la defensa de la democracia, no es posible el descanso. Debemos velar su sueño y custodiar su vigilia porque lo que en ella se construye de día, puede con facilidad destruirse en la noche. El demócrata realista sabe que siempre debe montar guardia porque no hay victoria política irreversible ni progreso institucional que no esté sujeto a cambios y revisiones. Aquello que ven nuestros ojos al caer la tarde, puede no estar ahí al primer despunte del alba.
La falta de consolidación de la democracia en Centroamérica se puso en mayor evidencia cuando Daniel Ortega ganó su tercer mandato consecutivo al frente del gobierno de Nicaragua con el favor del Tribunal Electoral y la descalificación de la oposición en plena contienda.
Yo fui testigo del triunfo de la Revolución sandinista y del aluvión de esperanza que desató en el hermano pueblo de Nicaragua. Unos años después lideré el proceso de negociación que culminó con la firma de la paz en Centroamérica. Y mis ojos no pueden creer que todo aquello haya desembocado en la pantomima de hoy.
No fue para esto que murió Sandino. No fue para esto que desfilaron los ataúdes en Jinotepe, en León, en Masaya y en Managua. Tenemos una deuda pendiente con el pueblo nicaragüense, al que le prometimos una vida mejor con la transición a la democracia. Le debemos, primero, democracias verdaderas. No solo en las urnas, sino en las instituciones: en las Cortes, en los servicios públicos, en los organismos electorales, en las contralorías públicas. Y le debemos, además, democracias eficaces, capaces de rendir frutos y de hacer más vivible la vida.
En conjunto. Porque la democracia, para ser efectiva, ha de ser un ejercicio de reciprocidad, una construcción colectiva en donde cada quien actúa como vigía de los derechos propios y ajenos. Las democracias no pueden defenderse en retrospectiva. Es en el momento mismo de la amenaza en donde hay que alzar la voz y denunciar. Luego, puede ser demasiado tarde.
Nosotros aún estamos a tiempo para levantar nuestras voces y denunciar los constantes atropellos al sistema democrático y a los derechos humanos que actualmente perpetra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Aún estamos a tiempo de apoyar al pueblo nicaragüense que ha tomado las calles para demandar un cambio por parte de un gobierno que ha venido socavando sistemáticamente las bases de la democracia; un gobierno corrupto y asesino que amasa poder y riqueza frente a un pueblo que sigue padeciendo el látigo de la miseria.
Ignoro cuál será el desenlace de las protestas que se han desatado en Nicaragua. No sé cómo terminarán las demostraciones de insatisfacción del pueblo nicaragüense con el gobierno de Ortega. Lo primero que debe acabar es la represión. Además, debe darse la liberación de todos los detenidos durante las manifestaciones, así como reanudar, cuanto antes, la mesa de diálogo.
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En Nicaragua ha emergido una fuerza popular muy poderosa conformada por el estudiantado universitario. Actualmente, son los jóvenes nicaragüenses, muchachos de 15, 18 y 20 años, quienes le están dando al mundo una muestra conmovedora de sacrificio, compromiso y amor a la libertad.
Guardo la esperanza de que el diálogo permita encontrar una salida pacífica a la terrible situación que se vive en las calles de Nicaragua. Hace treinta y un años, cuando luchábamos por la paz en Centroamérica, fueron los estudiantes quienes primero salieron a defender nuestra causa y a luchar por ella. Tengo plena confianza en que, al final del camino, los estudiantes nicaragüenses volverán a levantar la bandera de su país en paz y en democracia. Libres una vez más.
El autor es expresidente de la República y premio nobel de la paz.