Hacia finales de abril del 2022, cuando se cumplían dos meses desde el comienzo de la invasión rusa a Ucrania, el mundo se volvió consciente de un profundo cambio en el significado de esta guerra para el futuro.
Ya nada queda del sueño de una resolución rápida. Extrañamente, la guerra ya se “normalizó”; se acepta como un proceso que continuará indefinidamente. El temor a un aumento repentino y dramático acechará nuestra vida cotidiana.
En Suecia y otros lugares, al parecer, las autoridades han comenzado a aconsejar a la población que acumule provisiones como para hacer frente a una situación de guerra.
El cambio de perspectiva se ve a ambos lados del conflicto. En Rusia, se habla cada vez más de un conflicto global. La jefa de redacción de RT, Margarita Simonyan, lo expresó así: “O perdemos en Ucrania, o empieza una tercera guerra mundial. Personalmente, creo que la hipótesis de la tercera guerra mundial es más realista”.
Esta paranoia se sostiene sobre alocadas teorías conspirativas que hablan de un complot unificado (liberal-totalitario, nazi-judío) para destruir a Rusia.
Cuando le preguntaron cómo podía Rusia afirmar que está “desnazificando” Ucrania, cuando su presidente, Volodímir Zelenski, es judío, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Sergéi Lavrov, respondió: “Puede que me equivoque, pero Hitler también tenía sangre judía. (El hecho de que Zelenski sea judío) no significa absolutamente nada. Los judíos que saben dicen que los antisemitas más ardientes suelen ser judíos”.
Del otro lado, sobre todo en Alemania, comienza a formarse una nueva variante de pacifismo. Si dejamos a un lado la retórica elevada y nos concentramos en lo que realmente está haciendo Alemania, el mensaje es claro: “En vista de nuestros intereses económicos y del peligro de vernos arrastrados a un conflicto militar, no debemos apoyar a Ucrania demasiado, incluso si eso implica permitir a Rusia adueñarse de ella”.
Alemania teme cruzar una línea y hacer que Rusia se enoje de veras. Pero el único que decide por dónde pasa esa línea, en un día cualquiera, es Vladímir Putin. Jugar con el temor de los pacifistas de Occidente es parte esencial de su estrategia.
Apuesta por la autocomplacencia
Es evidente que nadie quiere que empiece una nueva guerra mundial. Pero a veces, mostrarse demasiado cauto solo sirve para envalentonar más al agresor. Los matones siempre dan por sentado que sus víctimas no les plantarán cara. Para evitar una guerra a mayor escala (para crear alguna forma de disuasión) nosotros también tenemos que trazar líneas claras.
Hasta ahora, Occidente hizo lo contrario. Mientras Putin estaba preparando su “operación especial” en Ucrania, el presidente de Estados Unidos dijo que su gobierno tenía que esperar a ver si el Kremlin lanzaba una “incursión menor” o una ocupación plena. De esto se desprendía, por supuesto, que un acto de agresión “menor” era tolerable.
El reciente cambio de perspectiva revela una verdad profunda y oscura sobre la posición de Occidente. Aunque hayamos expresado temor a que Rusia aplaste a Ucrania en poco tiempo, la verdad era todo lo contrario: temíamos que la invasión llevara a una guerra sin final a la vista.
Hubiera sido mucho más conveniente que Ucrania cayera de inmediato: así, podíamos expresar indignación, llorar la pérdida y volver al business as usual. Lo que tendría que haber sido una buena noticia (la inesperada resistencia heroica de un país más pequeño frente a la agresión brutal de una gran potencia) se ha convertido en causa de vergüenza, en un problema con el que no sabemos muy bien qué hacer.
La izquierda pacifista europea advierte que no debemos regresar al espíritu militarista heroico que consumió a generaciones pasadas. El filósofo alemán Jürgen Habermas, incluso, sugiere que Ucrania es culpable de hacerle chantaje moral a Europa.
Hay en la posición de Habermas algo profundamente melancólico. Como bien sabe, la Europa de posguerra pudo renunciar al militarismo solo porque se hallaba resguardada bajo el paraguas nuclear de Estados Unidos. Pero el regreso de la guerra al continente hace pensar que este período quedó atrás y que el pacifismo incondicional exigiría concesiones éticas cada vez más profundas.
Por desgracia, se necesitarán otra vez actos “heroicos”, y no solo para resistir y disuadir agresiones, sino también para enfrentar problemas como las catástrofes ecológicas y el hambre.
Après le déluge
En francés, la diferencia entre lo que tememos oficialmente y lo que tememos en la realidad está muy bien expresada en la llamada negación expletiva (ne explétif): un no que no conlleva significado propio, ya que solamente se usa por motivos de sintaxis o pronunciación.
Ocurre sobre todo en oraciones subordinadas en subjuntivo, después de verbos con connotación negativa (temer, evitar, dudar), y su función es enfatizar el aspecto negativo de lo que se dijo antes, como en: Elle doute qu’il ne vienne (Ella duda de que él /no/ venga), o Je te fais confiance à moins que tu ne me mentes (Confío en ti a menos que /no/ me mientas).
Jacques Lacan usó el ne explétif para explicar la diferencia entre una expresión de deseo y el deseo real. Cuando digo “temo que /no/ haya tormenta”, mi deseo consciente es que no la haya, pero mi deseo real se inscribe en el “no” agregado: temo que no haya tormenta, porque en secreto me fascina su violencia.
Algo similar al ne explétif se puede aplicar al temor de Europa a un cese de las entregas de gas ruso. Decimos: “Tenemos miedo de que la interrupción del suministro de gas cause una catástrofe económica”. ¿Y si nuestro temor declarado fuera falso? ¿Si lo que realmente tememos es que una interrupción del suministro de gas no cause ninguna catástrofe?
Como me dijo hace poco Eric Santner, de la Universidad de Chicago, ¿qué significaría el hecho de que nos podamos adaptar fácilmente? Poner fin a la importación de gas ruso no inaugurará el fin del capitalismo, pero “de todos modos impondría un cambio real en el modo de vida europeo”, cambio que sería muy bienvenido independientemente de Rusia.
Leer el ne explétif en forma literal, actuar según el “no”, puede ser el acto político de libertad más auténtico que exista hoy. Pensemos en la afirmación, propagada por el Kremlin, de que dejar de usar el gas ruso equivaldría a un suicidio económico. Sabiendo lo que tenemos que hacer para situar nuestras sociedades en una senda más sostenible, ¿no sería un acto liberador? Parafraseando a Kurt Vonnegut, nos evitaríamos pasar a la historia como la primera sociedad que no se salvó a sí misma porque hacerlo no era rentable.
¿La globalización de quién?
Los medios de Occidente hablan todo el tiempo de los miles de millones de dólares enviados a Ucrania, pero Rusia todavía recibe 10 veces más por el gas que provee a Europa. Europa rehúsa considerar que podría ejercer una forma de presión no militar extraordinariamente poderosa sobre Rusia y, al mismo tiempo, hacer mucho por el planeta.
Además, renunciar al gas ruso permitiría una clase diferente de globalización; una alternativa muy necesaria frente a la variedad liberal‑capitalista de Occidente y al modelo autoritario de Rusia y China.
Rusia no aspira solamente a desintegrar Europa. También se presenta como un aliado de los países en desarrollo contra el neocolonialismo de Occidente. La propaganda rusa aprovecha muy bien los amargos recuerdos de abusos de Occidente que guardan muchos países en desarrollo y de ingresos medios.
¿Acaso el bombardeo de Irak no fue peor que el de Kiev? ¿No se arrasó Mosul tan despiadadamente como Mariúpol? Por supuesto, mientras el Kremlin presenta a Rusia como un agente de descolonización, se prodiga en apoyo militar para los dictadores locales en Siria, la República Centroafricana y otros lugares.
Las actividades del Grupo Wagner (organización mercenaria del Kremlin al servicio de regímenes autoritarios en todo el mundo) permiten entrever cómo sería una globalización al estilo ruso. Como declaró hace poco a un medio occidental Yevgeni Prigozhin, aliado de Putin vinculado al grupo: “Ustedes son una civilización occidental moribunda que trata a rusos, malienses, centroafricanos, cubanos, nicaragüenses y muchos otros pueblos y países como a escoria tercermundista. Son una patética banda de pervertidos en extinción, y nosotros somos muchos, somos miles de millones. ¡La victoria será nuestra!”.
Allí donde Ucrania declara con orgullo que defiende a Europa, Rusia responde que tiene intención de defender a todas las víctimas pasadas y presentes de Europa.
No debemos subestimar la eficacia de esta propaganda. En Serbia, las últimas encuestas de opinión muestran que por primera vez una mayoría de los votantes se opone al ingreso a la UE. Si Europa quiere ganar la nueva guerra ideológica, tendrá que cambiar su modelo de globalización liberal‑capitalista. Y solo servirá un cambio radical; cualquier otra cosa será un fracaso y convertirá a la UE en una fortaleza rodeada de enemigos decididos a penetrarla y destruirla.
Soy muy consciente de las implicaciones de un boicot al gas ruso. Supondría algo a lo que me he referido en numerosas ocasiones como “comunismo de guerra”. Obligaría a una reorganización total de nuestras economías, como en el supuesto de una guerra declarada o un desastre de escala similar.
No es una posibilidad tan remota como parece. En el Reino Unido, las tiendas ejecutan un racionamiento informal del aceite de cocina a consecuencia de la guerra. Si Europa renuncia al gas ruso, la supervivencia la obligará a intervenciones similares. Rusia está contando con la incapacidad de Europa para hacer algo “heroico”.
Es verdad que esos cambios aumentarán el riesgo de corrupción y darán oportunidades al complejo militar e industrial para apoderarse de ganancias adicionales. Pero hay que comparar estos riesgos con lo que está en juego, algo mucho mayor que trasciende con creces la guerra en Ucrania.
Los cinco jinetes
El mundo enfrenta una multiplicidad de crisis simultáneas que evocan a los cuatro jinetes del Apocalipsis: la plaga, la guerra, el hambre y la muerte. No hay que desestimarlos como meras metáforas del mal. Como observó Trevor Hancock, primer líder del Partido Verde de Canadá, son “notablemente parecidos a lo que podríamos llamar los cuatro jinetes de la ecología, que regulan el tamaño de las poblaciones en la naturaleza”.
En términos ecológicos, los “cuatro jinetes” cumplen una función positiva, ya que previenen la sobrepoblación. Pero esa función reguladora falló con los seres humanos: “La población humana creció a más del triple en los últimos 70 años, de 2.500 millones en 1950 a 7.800 millones en la actualidad. ¿Qué pasó (…), por qué no estamos controlados?
Hancock señala que hasta hace poco la humanidad pudo mantener a los cuatro jinetes a raya con la medicina, la ciencia y la tecnología. Pero ahora los “cambios ecológicos globales masivos y acelerados que hemos iniciado” se nos están saliendo de control. “De modo que, dejando a un lado el hecho de que podrían eliminarnos el impacto de un asteroide o una megaerupción volcánica, la mayor amenaza a la población humana, el ‘quinto jinete’, por llamarlo de algún modo, somos nosotros”.
Nuestra destrucción o nuestra salvación dependen de nosotros. Pero aunque la conciencia global de estas amenazas está en aumento, no se trasladó a acciones significativas, y los cuatro jinetes galopan cada vez más rápido. Tras la plaga de la covid‑19 y el regreso de la guerra a gran escala, ya se cierne sobre nosotros el riesgo de hambrunas.
Todas estas crisis causan o causarán numerosas muertes, lo mismo que los desastres naturales cada vez más graves creados por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
Por supuesto, hay que resistir la tentación de glorificar la guerra y ver en ella una experiencia auténtica capaz de sacarnos de nuestro autocomplaciente hedonismo consumista. Pero la alternativa no es tratar de salir del paso sin hacer nada. La alternativa es movilizarnos en formas que todavía nos beneficiarán cuando la guerra sea solo un recuerdo.
En vista de los peligros que enfrentamos, el apasionamiento guerrero sería una huida cobarde de la realidad, pero también lo es una cómoda autocomplacencia desprovista de heroísmo.
Slavoj Zizek, profesor de Filosofía en la Escuela Europea de Posgrado, es director internacional del Instituto de Humanidades Birkbeck en la Universidad de Londres.
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