Hoy me autoinfligí, un vez más, The Matrix, de las hermanas Wachowski. Lo hice para irritarme a mí mismo, que es, bien que mal, una forma de sentirse vivo. Menos que basura, como casi todo lo que viene de Hollywood. Película pretenciosa, con veleidades metafísicas, que en realidad no es más que un vulgar dibujillo animado lleno de efectos especiales diseñados para sacarle al espectador los ojos y “realzada” por la presencia del galancete de Keanu Reeves.
¡Pensar que esta bazofia fue objeto de cinefórums y de sesudas disquisiciones “filosóficas”! Para nadie es secreto que Hollywood se ha quedado sin ideas. De mucho tiempo acá se limita a reciclar, a través de remakes, temas tratados, de manera menos truculenta, en versiones anteriores.
Pues ahora resulta que Hollywood descubre a Platón y parasita y “bastardiza” el pensamiento del más grande filósofo que jamás viviera, y ello, por supuesto, sin nunca darle crédito.
Veamos en qué consiste este fenómeno: la premisa de The Matrix es que los seres humanos vivimos en un mundo de apariencias sensibles, de espejismos que tomamos por “la realidad”. Pero resulta que hay un universo paralelo, algo así como el topos uranus, de Platón, un trasmundo donde la verdadera realidad se esconde, y al que no tienen acceso más que algunos iniciados.
Es decir: la apariencia sensible “miente”, los sentidos nos engañan y nuestra inteligencia —que se alimenta de los insumos que ellos nos proporcionan— hace otro tanto. La realidad es una verdad a la que de pronto despertamos, en la que tenemos que ser iniciados; los datos sensibles constituyen una especie de “velo de maya” (Nietzsche) que debe ser roto para acceder a ese mundo invisible que nos cohabita, sin que nosotros siquiera lo sospechemos. Vivimos, sin saberlo, como sonámbulos, tomando nuestro onírico mundo por la realidad. Inmersos en un inmenso, multiforme espejismo. Todo es ilusión. Estamos dormidos, y alguien debe despertarnos.
Los iniciados a la verdad revelada y reveladora pasan, así, del mundo de la doxa (la apariencia sensible) a la espisteme (el conocimiento profundo). En eso consiste el “gran aporte” y la “originalidad” de esta peliculilla sobrevalorada y convertida ya, a 20 años de su aparición, en una cult movie.
Anverso y reverso. Pero resulta que la cosa no se queda ahí. El mismo principio operativo articula el argumento de The Sixth Sense, de Night Shyamalan (con otro guapetón taquillero: Bruce Willis). El protagonista vive en un mundo ilusorio y no sabe siquiera que está muerto. ¿Y qué decir de The Others, de Alejandro Amenábar? (Nicole Kidman en uno de sus mejores papeles dramáticos). Misma premisa: los muertos no saben que están muertos, es decir, que la “realidad” nos engaña y debe ser siempre objeto de oscura desconfianza.
Anverso y reverso de la realidad: ¿En qué latitud del ser residimos? Para terminar, la versión hardcore y cuasi pornográfica de The Matrix: eXistenZ (dirige el prestigioso David Cronenberg, actúan Jude Law y Jennifer Jason Leigh). Ambas películas comparten exactamente el mismo postulado de viejo linaje platónico. La diferencia es que eXistenZ es más retorcida, menos concesiva, de hecho mejor película que su contemporáneo blockbuster.
Este principio —nos creemos despiertos cuando en realidad pasamos por la vida dormidos— está formulado en el “Libro Séptimo” de La república: el famoso mito-alegoría “de la caverna”: un grupo de hombres ha mirado desde siempre, en el fondo de la caverna, las sombras de los objetos reales que pasan por la abertura. Puesto que no tienen otros elementos de juicio, suponen que ese interminable cortejo de siluetas constituye la realidad… hasta que uno de ellos se libera de sus cadenas, se asoma fuera de la gruta y descubre que se ha pasado la vida entera tomando por objetos reales lo que no son sino sombras. Eso es todo.
La tesis básica es la misma: el ser humano pasa por el mundo en una suerte de trance hipnótico, es un zombi, una especie de máquina programada por la sociedad, una criatura que camina y actúa dormida: es imperativo despertar, pero para ello es preciso ser iniciado en un método que habrá de conducirnos a una forma de conciencia superior. Doctrina llena de mérito, de sabiduría, merecedora de ser considerada con absoluta seriedad y, si es aceptada, de ser practicada con compromiso y rigurosa disciplina. Un camino hacia la libertad, nada fácil, por cierto. Espiritualidad, misticismo, psicología y filosofía convergen en ella de manera armoniosa, admirable.
Hurto. El cine hollywoodense solo es profundo cuando hurta ideas milenarias, cosmogonías expresadas de manera infinitamente más poética por los viejos maestros. The Matrix, The Sixth Sense, The Others y eXistenZ reposan sobre el mismo principio, las alimenta una suspicacia metafísica de viejo linaje platónico: la posibilidad de los mundos paralelos, uno real, el otro mera réplica. Debo decir que todas estas películas produjeron en mí muy buena impresión, imborrable, en algunos casos. Todas menos The Matrix, que es, como su título parece anunciar, la matriz de las demás.
Me obligué a ver esta película de bisutería como quien se baja una cucharada de aceite de ricino. Odiándola, odiando la resonancia que ha tenido, odiando lo estúpida, acrítica, manipulable e ignorante que es la gente. ¡Cuán fácil es deslumbrarla! ¡Si tan solo leyesen un poco, de vez en cuando, ustedes saben: tres o cuatro libritos, en sus miserables vidas!
Compréndanme: The Matrix es, en el fondo, una peliculilla inocua como tantas otras, no es ciertamente perniciosa o ideológicamente perversa. Lo que me irrita es ver cuán en serio se la ha tomado la gente. ¡Descubriendo a estas alturas el helado de palito! ¿Por qué mejor no compran los diálogos platónicos y se toman la molestia de leer siquiera algunos de ellos?
Buenos efectos especiales, sí, le concedo eso, a este cartoon glorificado. El “efecto bala”: aparentar el congelamiento de la acción mientras la cámara sigue moviéndose alrededor de la escena. El efecto visual se consigue utilizando múltiples cámaras que graban el movimiento desde distintas posiciones a una vertiginosa cantidad de fotogramas por segundo. Posteriormente se intercalan los fotogramas de cada una de las cámaras.
Así que, ¡quién lo hubiera dicho!, hasta guionista de cine resultó ser el viejo Platón. Pero por una cuestión de elemental decencia, los explotadores de esta prodigiosa cantera argumental deberían siquiera mencionar su nombre en los créditos de sus bodrios. De hecho, el concepto mismo del cine — hombres de espaldas a la realidad, sentados en una especie de cueva, que miran imágenes sobre una pantalla, figuras que replican la realidad con engañoso realismo—, ¿no está prefigurado en el mito de la caverna? No goza de buena prensa, en nuestros días, el fundador de la Academia de Atenas: es fácil dispararle a un gigante, su talla lo hace vulnerable, la superficie que cubre hará que cualquier dardo —aun los lanzados por un pigmeo— se hundan en su carne.
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La posmodernidad, en particular, se ha ensañado con él. ¡Pobres imbéciles! Para mí, sigue siendo el más grande pensador y uno de los más bendecidos poetas que el mundo ha producido. Sus Diálogos, como las Sinfonías de Beethoven, son inagotables: todo lo que la humanidad ha hecho es declararse de acuerdo o en desacuerdo con sus tesis fundamentales.
Whitehead lo dijo con propiedad: “La filosofía occidental no es más que una serie de notas a pie de página de los diálogos platónicos”. Aun quienes lo “refutan” lo hacen esgrimiendo el instrumental teórico que él les proporcionó. Siempre será el pensador —poeta y dramaturgo a su manera— más entrañable, más íntimo, más cercano a mi corazón.
El autor es pianista y escritor.