El lenguaje forma y da sentido al mundo que nos rodea. Las palabras que usamos no ocurren en un vacío; son coherentes con nuestra manera de ver el mundo, nuestra ideología personal. Decir “playada” para describir algo cruel perpetúa la homofobia y usar “hijueputa” apunta a la sexualidad femenina como base del insulto. Usar esas palabras, o dejar de usarlas, es un acto político.
De manera más extendida, lo que leemos y cómo lo leemos también forma nuestra manera de pensar. A mis 13 años, Francisco Vindas me puso a leer Cien años de soledad: yo no podía entender cómo nos dejaba (¡pedía!) que leyéramos una novela tan llena de sexo, violencia y subversión. Pero quedé tan fascinado que la volví a devorar durante las vacaciones y con el tiempo entendí por qué Vindas tuvo fe en sus alumnos: nos quería obligar a pensar, a sentirnos incómodos e ir a nuevos lugares en nuestra lectura.
En quinto año del colegio, tuve a Quince Duncan como profesor y nos habló con pasión de materialismo histórico, racismo y opresión. Fue otro momento transformativo: con guerra en Nicaragua, contras en Guanacaste, bombas en San José, mamá gringa (profesora y comunista) y papá artista (bohemio, pero conservador), Duncan me dio herramientas para darle (más) sentido al mundo. Las contradicciones, nos dijo, no son la excepción, sino la regla.
Cuando estudié Literatura en un programa de posgrado estadounidense en los años 90, mi departamento tenía dos bandos: los tradicionalistas, inmutables que insistían en leer novelas, cuentos y poemas de manera personal y placentera, buscando con cuidado y respeto las intenciones del autor (como Seymour Menton, viejo conocido de la UCR); y los radicales, luchadores incansables por el cambio, denunciadores de la opresión de mujeres y minorías.
Lucía. La profesora Lucía Guerra, reconocida autora, crítica feminista y una de las radicales del departamento, me introdujo al estudio de la masculinidad, algo nuevo en 1995, y me abrió las puertas a un enfoque lleno de posibilidades. Mi tesis doctoral, muchos artículos, presentaciones y cursos se dieron gracias a Lucía.
Esa tensión entre tradicionalistas y progresistas en la Universidad de California se manifiesta también a escala nacional en los EE. UU. y Costa Rica; y como reacción a las ideologías de izquierda ha habido una rechazo a los “estudios del agravio”. Algunos críticos, hombres blancos por lo general, se quejan de la cultura de victimización y su obsesión con denunciar injusticias, señalar responsables y buscar medidas correctivas. Privilegiando un individualismo arraigado, insisten en que ellos nunca han sido racistas o machistas, y por lo tanto no deben cargar con esa culpa: el racismo y sexismo “sistémico” no debe aplicarse a ellos.
Engaños. Esa resistencia a la “política de identidad” se ve en la reciente publicación de 16 artículos falsos en revistas académicas. Los engaños incluían un estudio etnográfico sobre clientes de Hooter’s, otro de la “cultura de la violación” entre perros en parque públicos y un argumento a favor de la “autopenetración masculina” como manera de reducir la transfobia. Aunque los autores hicieron ver a las revistas como poco rigurosas en su proceso de selección, lo más importante, según Heather E. Heying, es que ese engaño pertenece “a un contexto político e histórico más grande. Los estudios feministas y de género están bajo ataque en Hungría, Rusia” y “en los EE. UU.”
Hoy vemos movimientos reaccionarios profundamente nacionalistas, homófobos y racistas: Costa Rica tiene su manifestación criolla y trumpista en Fabricio Alvarado; en Brasil, es Bolsonaro; en Rusia, Putin; y en Filipinas, Duterte.
Pero ni Bolsonaro ni esos otros “hombres fuertes” son un fenómeno nuevo. Los caudillos del siglo XIX eran también paternalistas, conservadores, religiosos y nacionalistas. Lo que es nuevo es la resistencia a esos valores y los cambios que ha generado, y por eso el ataque contra homosexuales, feministas, comunistas y extranjeros es tan virulento y frontal. Que los negros, mujeres, homosexuales y otros grupos marginados hayan obtenido derechos y un lugar (más) aceptado en la sociedad ha creado esta reacción que defiende lo arcaico, propone teorías de conspiración y ataca los medios de comunicación como “noticias falsas”.
Como apunta Samuel Moyn, ese temor al “marxismo cultural” tiene una historia casi centenaria. Aunque es reciente en el discurso político de Bolsonaro y otros, la teoría de un “conciliábulo marxista y judío” que controla el mundo de manera perniciosa tiene años de percolar. Anders Breivik, el noruego que mató a 77 en el 2011, dijo que ese marxismo cultural “quiere cambiar comportamientos, pensamientos, hasta las palabras que usamos. De cierta manera, ya lo ha hecho”.
“Hombres de verdad”. Otros dos ejemplos de cómo hemos dado dos pasos para adelante y uno para atrás en materia de derechos de género: China, que se vanagloria de ser una sociedad sin racismo, machismo o desigualdad de clase (aunque los hombres todavía dominan los puestos gubernamentales, hay machismo institucionalizado, las minorías étnicas son “reeducadas” y el acoso sexual es cosa de todos los días) acaba de condenar a Tianyi, autora de obras homoeróticas, a diez años de prisión. Y en una academia china para niños, real boys club, se pretende formar hombres que se diferencien de los ídolos pop andróginos y rompan con las madres sobreprotectoras que les han restado masculinidad. Como dice un profesor chino, defendiendo la educación retrógrada: “Borrar las características de un hombre que no tiene miedo de la muerte o el sufrimiento es igual al suicidio del país”.
Con más de 20 años enseñando Literatura en universidades, he visto pasar cientos de estudiantes por mis aulas; unos con más interés en aprender que otros, unos más liberales y otros más conservadores. Pero como Francisco Vindas, Quince Duncan y Lucía Guerra, espero retarlos a leer y pensar de maneras nuevas y difíciles. El cambio es bueno, pero incómodo, hasta necesario. Dialéctica, diría don Quince.
El autor es profesor de Literatura Española, especializado en estudios de género y narrativa latinoamericana.