La mezcla entre imperio y democracia no es nueva. En la Antigua Atenas, el esplendor de su democracia coincidió con una expansión imperialista. Luz para dentro y oscuridad para fuera. Ese imperialismo fue, por cierto, una de las causas de la primera quiebra de su democracia. Luego de una aventura militar desastrosa, los oligarcas dieron lo que hoy llamaríamos un golpe de Estado e instauraron una tiranía. Dicho sea de paso, entre los golpistas estaba el tío de Platón.
Dos mil años después, imperio y democracia se abrazaron de nuevo en la Inglaterra que dominó el mundo en el siglo XIX. Sé que uso abusivamente el concepto de democracia: aunque en esa época se celebraban elecciones bastante limpias y libres en ese país, el voto era un privilegio de algunas clases sociales. Pues bien, la Inglaterra que se democratizaba internamente cometía tropelías coloniales, como hacerle guerras a China para obligar el comercio y consumo de opio. O sea, la vieja Albión imponiendo el narcotráfico.
Los Estados Unidos son otro ejemplo de imperio y democracia. Su sistema político culminó en el siglo XX un largo tránsito a la democracia, iniciado casi dos siglos antes. Lo hizo precisamente en la época en que se convirtieron en un imperio global. Que ese imperio sea benigno o no, que haya sido preferible al soviético o no, sigue siendo hoy un tema rabiosamente debatido. Pero que lo es, lo es.
Mi punto es que los imperios, alojen o no una democracia, empiezan a declinar cuando su cabeza pierde cohesión política, cuando se rompen los pactos internos que legitimaron su ascenso como potencia, con políticas a largo plazo y reglas aceptadas por todos los grupos. La cabeza de un imperio no solo debe proyectar poder, sino también certeza de que ese poder va a ser empleado de ciertas maneras. Un imperio impredecible se subvierte a sí mismo.
En ese trance se encuentra Estados Unidos. Difícil para alguien saber qué cosas apoyará su gobierno en cinco años: ¿el libre comercio?, ¿la OTAN?, ¿la democracia y los derechos humanos? A su favor tiene una dinámica economía, pero eso nunca ha sido factor suficiente para evitar la quiebra de un imperio.
Una potencia global errática abre las puertas al desorden global. Se expone ante los retadores. ¿Logrará forjar un nuevo pacto político interno que prolongue su poderío? Y, si lo hace, ¿entrará la democracia dentro de la ecuación?
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.