La infraestructura, principalmente vial y portuaria, es el sistema circulatorio de un país. Costa Rica está rezagada en más de 30 años. De nada sirve una estructura productiva moderna si los productos, insumos y servicios, así como las personas involucradas en sus procesos, no pueden llegar, en un tiempo y costo razonables, a su destino.
El desperdicio de recursos y tiempo es enorme. Por deformación mental, adoctrinamiento o información sesgada, hay una fijación bastante generalizada contra la concesión de obra pública, atribuyéndole tratarse de una privatización.
Ese trauma, enraizado en añejos modelos intervencionistas, pasa al país una carísima factura y condiciona seriamente el desarrollo económico y social. Un cálculo somero del costo para la economía de no contar con los proyectos paralizados arroja una pérdida de entre $400 y $600 millones anuales (dólares del 2022), cifra suficiente para pagar varios proyectos pendientes.
A esas pérdidas se debe sumar gran parte de las muertes, discapacitados y daños materiales del exagerado número de accidentes de tránsito, directa o indirectamente atribuibles a la falta de calles y carreteras en buen estado, y, sobre todo, al desprecio absoluto por la seguridad vial. Desde luego, la deficiente educación vial de conductores y motociclistas aporta una porción significativa.
Estrangulamiento de la capacidad productiva
Costa Rica ha sido propuesta, por el gobierno estadounidense, candidata a convertirse en un hub para investigación, desarrollo, producción y distribución de semiconductores. Pero sin una infraestructura decente para las empresas transnacionales, principalmente de electricidad y vías de comunicación estratégicas, apenas será un centro de empaque y distribución.
El gasto público en inversión se ha sacrificado al extremo, usando como justificación la regla fiscal, con tal de no comerse la bronca de reasignar eficientemente los recursos. El mínimo internacional recomendado es un 10 % del PIB. En el 2010 llegó a 2,3 % y en el 2023, a 1,3 %, una reducción del 44 % en 13 años.
Esto ha estrangulado progresivamente la capacidad productiva, destruido empleo y aumentado la pobreza. Es verdaderamente vergonzoso.
Desde hace más de 30 años, se anunció la decisión de usar el modelo de concesión de obra pública. Pero después de la crisis fiscal del 2017, quedó clara la imposibilidad de contar con recursos presupuestarios para construir carreteras u otras obras, más allá de los fondos del impuesto a los combustibles, destinados solo a mantenimiento vial.
Además, el gobierno copó la posibilidad de conseguir financiamiento externo para grandes proyectos, pues acaparó los recursos externos para gasto corriente, con el fatal resultado cambiario conocido. De más está hablar sobre la impericia e ineficiencia del Estado en el desarrollo de proyectos constructivos.
Es incomprensible la actitud de los gobernantes. Es bien sabido cómo llena de gloria a un gobierno la construcción de obra pública. No es por falta de recursos, pues sobran, incluso internamente, si se usaran instrumentos financieros adecuados para captar fondos de pensiones e inversión. Los poquísimos proyectos culminados, algunos iniciados hace bastantes años, son bien recompensados por la opinión pública.
Concesiones menospreciadas
Cuando menos 30 años debieron ser suficientes para aprender el tejemaneje de la concesión, cómo planear los proyectos y, sobre todo, el intríngulis de las licitaciones, especialmente en el ámbito internacional.
Si se hubiera empezado hace ocho años a planificar proyectos, realizar expropiaciones y diseñar licitaciones internacionales, a esta hora se estaría en plena actividad constructiva, con varias de ellas terminadas.
El fracaso de la concesión de la ruta 1, en el 2013, la inconsciencia de la población acerca de la imperiosa necesidad de los proyectos y la exagerada y morbosa suspicacia asustaron de tal manera a los siguientes gobernantes, al punto de no haber sido capaces siquiera de negociar con el operador la ampliación de la ruta 27.
Se han perdido tres administraciones. Aunque se cometieran errores culposos, debe tomarse como aprendizaje y sancionar la impericia. Los errores dolosos deben dilucidarse en los tribunales penales, a posteriori.
Inconcebiblemente, aparte de los proyectos abandonados en el presente, ningún gobierno ha sido capaz de pensar en nuevas obras: el segundo anillo de circunvalación, el cual piden a gritos los transportistas pesados, especialmente el tramo entre Santa Elena-la ruta 32 y Alajuela.
Desde la década de los 70, nadie habla de una nueva ruta hacia el Pacífico, por Puriscal o Dota, con la construcción de un verdadero puerto en las cercanías de Quepos. Caldera está abandonada. Tampoco de la ruta 32, monumento a la incapacidad gubernamental en manejo de expropiaciones, y menos del tramo Zurquí-Río Frío, claramente concesionable.
Se prefirió cancelar, sin razones claras, la ampliación de la Florencio del Castillo, especialmente entre la ruta 39 y Curridabat. La ruta hacia San Carlos está en el olvido.
Cuadro de honor
¿Qué causa tanto miedo a la concesión? Aparte del trauma inculcado a mazo y fuego en la mente del tico, cabe pensar en la falta de reconocimiento del mérito. Aunque parezca baladí, no se debe despreciar. El ser humano responde a incentivos.
¿Quién recuerda cuándo se planeó la Circunvalación? En estos momentos, el mérito lo presume la administración actual. Pocos recuerdan el aporte de Rodolfo Méndez. Pero se planeó en 1954, con el famoso Plan Vial.
Desde entonces, han pasado 18 administraciones, algunas hicieron algo, la mayoría lo ignoraron. En el 2010, se resucitó con fuerza. ¿Quién inició la ruta 27? ¿Alguno recuerda su comienzo en 1985, con el tramo Gimnasio Nacional-Santa Ana?
Quizás la Contraloría General de la República, pues maneja todos los datos presupuestarios y los proyectos de preinversión, debería diseñar un modelo de asignación de puntajes de reconocimiento a cada administración participante en cada proyecto, asignándole el mérito de su contribución, y puntos negativos a aquellos gobiernos sin ningún aporte o con paralización adrede.
Al finalizar cada proyecto, se elaboraría un cuadro de honor para reconocer a quienes contribuyeron u obstaculizaron su desarrollo.
Un modelo de este tipo motivaría a la administración no solo a buscar proyectos fáciles para salir en la foto, sino también proyectos visionarios, cuya conclusión llevará varias administraciones. Y si se hace por concesión, los únicos recursos requeridos serán para expropiaciones y ciertas contrapartidas.
El autor es economista y miembro activo de la firma Cefsa desde 1982. Fue regulador general de la República y economista jefe del Fondo Latinoamericano de Reservas, en Bogotá, Colombia.