He dado el beneficio de la duda al presidente desde que era precandidato. He hecho esfuerzos para entender sus motivaciones y objetivos. Había que empeñarse para, verbigracia, entender por qué utilizó su autoridad de exministro de Hacienda y exfuncionario del Banco Mundial para alarmar a los mercados financieros con exageraciones sobre la imposibilidad de que el gobierno enfrentara la crisis fiscal, justo cuando salía del equipo de Carlos Alvarado.
Sus afirmaciones, tal como lo sabíamos quienes damos seguimiento a estos asuntos, no se materializaron, pero sí incrementaron las tasas de interés que el país debía pagar por sus créditos.
Ese fue solo el inicio. Ya en el gobierno, por ejemplo, para explicar la descontinuación del proyecto del tren eléctrico metropolitano, afirmó que la empresa que hizo los estudios de factibilidad había sido escogida “a dedo”, lo cual es totalmente falso.
Cuando he tratado de entender y contextualizar esas y muchas otras acciones y declaraciones del presidente, personas cercanas me han acusado de ingenuo (¡como mínimo!). Para mí, se trata de una ruta emocional para forzar la esperanza, un ejercicio que practico cuando lo racional solo conduciría al abatimiento y la resignación.
En todo caso, siempre he creído que los cambios positivos, las rebeldías informadas y las revoluciones justificadas se han edificado sobre la base de una buena dosis de ingenuidad, y que nada beneficioso se ha construido a partir del cinismo, ese estado mental en el que no se cree en nada ni en nadie.
Otras preguntas en propuesta de referéndum
Pero llegó lo del referéndum. Ante el anuncio, en su discurso en la Asamblea Legislativa el 2 de mayo, ese importante y majestuoso momento constitucional, característico de las democracias modernas, y la posterior especificación de los asuntos que serían remitidos a consulta, reaccioné de manera entusiasta, a pesar de escuchar objeciones de gente que respeto.
Dentro de ese afán por forzar la esperanza, preferí ignorar que el referéndum —y menos sus contenidos— no había sido incluido por el presidente en el texto oficial de su informe, el que debe haber pensado y repensado en las semanas previas, el que entregó a los diputados (Informe de labores 2024).
Pasaron por mi mente las posibles razones para semejante improvisación sobre este gran salto, relacionado con una cuestión definitoria del debate nacional, de su gobierno y de toda dinámica política a lo largo de los meses y años que se avecinan.
Desdeñé las posibles razones negativas, me lo tomé en serio y procedí a expresar, por medio de un artículo en este medio, mi posición positiva sobre el referéndum mismo y cómo votaría en cada una de las propuestas.
Sin embargo, solo un mes después de aquel supuesto “momento Amstrong”, el presidente alteró sustancialmente los temas por consultar y anunció que en el referéndum se preguntará a los costarricenses si estamos de acuerdo con modificar artículos de la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República, la Ley de Contratación Administrativa, la Ley de Control Interno y la Ley Orgánica de Japdeva.
De los temas concretos, anunciados a inicios de mayo, se pasó a reformas complejas, algunas, aparentemente, de naturaleza constitucional.
Contradicciones
Aunque a lo largo de la exposición de motivos del Proyecto de Ley Jaguar para el Desarrollo de Costa Rica se afirma que se busca mejorar los controles y la fiscalización (páginas 4 y 5), prácticamente todos los cambios detallados en su articulado buscan debilitar herramientas de control y restringir normas legales creadas con el fin de garantizar el buen uso de los recursos públicos. Es sobre ese ornitorrinco que debemos votar en un eventual referéndum.
Reveladoramente, en el informe oficial que el presidente remitió a la Asamblea Legislativa (en el documento donde no se menciona el referéndum), él hace alarde de una batería de logros, los cuales serían imposibles con los supuestos obstáculos derivados de la normativa que se intenta modificar.
Por ejemplo, en la página 137, afirma que “ese traslado de la política del papel a la realidad de las personas, hoy se evidencia en cambios de impacto positivo en los costarricenses, que van desde la recuperación de la dañada infraestructura vial del país y su amenazante estado actual, a una Costa Rica que emerge, finalmente, del óxido”.
También afirma que “la presente rendición de cuentas” es “reflejo del impulso a políticas públicas que impactan positivamente la vida de las personas, de decisiones tomadas con visión de Estado y de un necesario giro en la manera de gestionar el gobierno, poniendo siempre por delante el bien de la mayoría con acciones medibles” (página 11).
Dados esos gigantescos logros, ¿para qué modificar la normativa dentro de la cual han sido posibles? En otras palabras, o esos logros (y las maravillas descritas en las 138 páginas del informe) son exageraciones y hasta falsedades o es innecesario modificar la normativa relacionada con la administración de los recursos públicos… ¿Un ornitorrinco omnipresente?
Improvisación
El dejo de improvisación alrededor del referéndum (para el cual ni siquiera se incorporó una partida presupuestaria que financiara su ejecución) preocupa en sí mismo, aunque quizá ayude a explicar algunas sorprendentes actitudes del gobierno, atinentes a proyectos transformacionales tales como Paccume, el tren eléctrico metropolitano, el hospital de Cartago, entre otros. Podría ser que los despidos de jerarcas también respondan a ímpetus del momento y no a asuntos sustantivos.
Esto nos lleva a preguntarnos cuáles son los objetivos del presidente en relación con el país. ¿Cuáles son los puntos de llegada que lo apasionan? La pregunta es relevante porque cualquier destino es bueno para el que improvisa su ruta, pero no lo es cuando el improvisador gobierna un país.
Se afirma que todo lo que hace el presidente está dirigido a mantener su popularidad y buscar extrapolar su influencia en la política después de mayo del 2026. Si ese fuera el caso, el presidente no estaría improvisando, sino guiándose por un riguroso plan cuya meta sería su popularidad y su poder.
Vuelvo a mi vocación para forzar la esperanza, y rechazo esa explicación. Confío en que no existe tal nivel de egocentrismo e irresponsabilidad. Pero, en todo caso, cotizo con sobreprecio las soluciones de la democracia, por lo que creo que la sabiduría del pueblo derrotaría ese posible plan. ¿O estaré otra vez forzando la esperanza?
El autor es economista.