Las recientes sentencias de la Corte Suprema de Estados Unidos en casos relacionados con las armas de fuego, el aborto, el cambio climático, la soberanía tribal, la religión en las escuelas y la capacidad de las personas individuales para demandar a funcionarios gubernamentales por violaciones de derechos han descorchado un torrente de comentarios sobre el ascenso del “originalismo” entre los seis jueces que componen la mayoría conservadora de dicha Corte.
Según el punto de vista originalista, el texto de la Constitución de Estados Unidos significa solo lo que sus autores pretendían que significara o lo que los lectores en el momento en el que fue escrito habrían entendido que significaba.
“La historia triunfa en la Corte Suprema”, declaró un reciente titular. “La Corte Suprema nuevamente le hace una venia de asentimiento a la historia: la tradición en un caso relacionado con la religión”, afirmó otro titular.
Como historiadora y estudiosa del derecho constitucional, me incomoda este encuadre. Es simplemente falso sugerir que la mayoría conservadora de la Corte está haciendo algo que se asemeje a la “historia”.
Los originalistas nos quieren hacer creer que la interpretación constitucional es bastante sencilla. El difunto juez Antonin Scalia, uno de los exponentes más influyentes del originalismo, sostenía que la Constitución “no está viva, sino muerta” y es “perdurable”. La Constitución “hoy significa no lo que la sociedad actual, y mucho menos los tribunales, creen que debería significar, sino lo que significaba cuando se la aprobó”.
Trabajo de investigación
Entonces, ¿qué se entiende por la referencia que hace la Segunda Enmienda al “derecho de las personas a poseer y portar armas” o el lenguaje de la Decimocuarta Enmienda sobre el “debido proceso” y la “igual protección de las leyes”?
El originalismo insiste en que hay una única respuesta correcta a tales preguntas, y que la única alternativa es que los jueces simplemente inventen cosas a medida que avanzan. Si no queremos que “la sociedad actual” o “los tribunales” nos digan lo que creen que debe significar la Constitución, Scalia advirtió, debemos comprometernos con “lo que significaba cuando se la aprobó”.
El problema, por supuesto, es que determinar lo que significaba el texto de la Constitución cuando se aprobó es una tarea compleja. Los historiadores tienen una palabra para describir este proceso: investigación.
Implica mucha lectura y mucho tiempo, hasta que quien investigue se sumerja en un contexto completamente diferente al suyo. Las personas que vivieron la redacción de la Constitución (1787), la ratificación de la Declaración de Derechos (1791) o las enmiendas de Reconstrucción (1865, 1868 y 1870) vieron las cosas de manera diferente y usaron palabras de manera diferente a como lo hicieron sus propios predecesores, y como lo hacen las personas hoy.
La historia es una disciplina empírica. Los historiadores formulan hipótesis y las ponen a prueba basándose en la evidencia disponible, no en la teoría o la lógica. Para determinar qué significaba un texto legal en un momento dado, uno debe examinar cómo se hablaba de él en esa época.
En el caso de la Constitución, tenemos abundantes pruebas no solo de cómo los fundadores hablaban del texto, sino también de cómo pensaban que debía hablarse de su obra y de asuntos jurídicos específicos.
Malinterpretado
Pensemos en James Madison. Los originalistas y la conservadora Sociedad Federalista citan con frecuencia una versión caricaturesca de Madison como su padre fundador ideal. Pero el verdadero Madison era un pensador y político complejo y contradictorio, que tenía ideas concretas sobre cómo debía llevarse a cabo la interpretación constitucional.
En 1830, cuando Madison tenía 79 años y vivía jubilado en su plantación de Virginia, mantuvo correspondencia digna de destacar con el secretario de Estado Martin Van Buren, quien estaba asesorando y esencialmente hablando en nombre del presidente Andrew Jackson. Estas cartas dejan en claro que el padre de la Constitución no era originalista.
Van Buren y Jackson habían escrito al anciano Madison porque querían su consejo, en su calidad del “último de los padres” que aún estaba vivo, sobre uno de los debates políticos más apremiantes de aquel momento: la financiación federal para proyectos de obras públicas (“mejoras internas”), como por ejemplo carreteras y canales.
Jackson había vetado recientemente un proyecto de ley de asignaciones que habría financiado la compra de acciones por parte del gobierno federal en una compañía que estaba construyendo una carretera en Maysville, Kentucky.
En un esfuerzo por justificar su decisión, Jackson hizo referencia a vetos de presidentes anteriores a legislaciones similares, incluido uno realizado por Madison en 1817. Como intermediario obediente, Van Buren envió a Madison el mensaje de veto relativo a la carretera Maysville.
El padre de la Constitución respondió a esta muestra de respeto de sus sucesores diciéndoles que había sido malinterpretado. El mensaje de veto de Jackson, escribió Madison, “no había concebido correctamente la intención” que Madison tuvo al momento de vetar el proyecto de ley de 1817.
La intención de Madison en esa ocasión anterior había sido rechazar aspectos específicos del proyecto de ley que él consideraba que se encontraban más allá del poder del Congreso, incluidos algunos aspectos que Jackson ahora parecía dispuesto a permitir. Madison pudo explicar lo que había querido decir en 1817, y demostró que la lectura simple de Jackson de las palabras de su predecesor fue incorrecta.
Interpretación moderna
Pero aún más importante es lo que el Madison del año 1830 pensaba que debía suceder como resultado de su corrección de lo registrado: nada. Madison se negó a dar instrucciones a Jackson y rechazó la oferta de Van Buren de emitir una “corrección formal”.
Por el contrario, Madison declaró explícitamente que ni su propia intención en el año 1817 ni “el entendimiento general en el momento” del veto anterior podía o debía controlar su significado en el año 1830.
Únicamente habían pasado 13 años, pero Madison creía que el significado de ese texto legal estaba ahora fuera del control de su autor. “Soy consciente de que el documento debe hablar por sí mismo, y esa intención no puede ser sustituida por las reglas de interpretación establecidas”, escribió.
“Si el lenguaje empleado transmitió o no transmitió debidamente el significado de lo que J. M. (James Madison) conserva en su conciencia” se constituye en “una interrogante sobre la cual él no se atreve a emitir juicio por otros”.
Madison insistió en que el significado debía ser determinado por una comunidad posterior de lectores, dentro de un contexto posterior. El autor renunció a la facultad de “emitir juicio por otros” con respecto a cómo se interpretarían sus propias palabras.
A medida que nosotros, el pueblo, continuamos digiriendo las decisiones recientes de la Corte, corrijamos el que pronto será el registro histórico de nuestro propio momento. En lugar de titulares que pregonan falsas victorias para la “historia”, seamos verdaderos madisonianos. El último de los fundadores nos diría que abandonemos la búsqueda infructuosa y fatua de una intención fija singular y nos instaría a asumir el difícil trabajo de interpretación.
Alison L. LaCroix, exmiembro de la Comisión Presidencial sobre la Corte Suprema de Estados Unidos, es profesora de Derecho y miembro asociada del Departamento de Historia de la Universidad de Chicago.
© Project Syndicate 1995–2022