Siempre he disfrutado particularmente de los libros llamados “poéticos” de la Biblia: el Cantar de los Cantares, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés y Job. A esto debo añadir los cuatro Evangelios, que en el fondo son enormes, inmarcesibles poemas. Cada vez que Jesucristo toma la palabra, la poesía campea soberana.
Las Bienaventuranzas son poesía pura, con efectos de métrica, de rimas y de anadiplosis y anáforas bien concertados. ¡Vamos, añadamos también Isaías, Jeremías y el Apocalipsis, puro surrealismo avant la lettre: hay en ellos visiones y raptos de furia divina verdaderamente gloriosos! El mensaje de la Biblia solo es verdadero cuando es poético. ¿Por qué? Pues porque, por definición, la poesía siempre es verdadera. En estos días releí el libro de Job. Por grande que sea mi amor por este texto, la ética del protagonista me parece revulsiva. Ya he abordado el tema en otros escritos, pero ninguno ha bastado para vaciar en ellos mi indignación, así que aquí voy de nuevo.
“Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos; y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job. Y vinieron a él todos sus hermanos y sus hermanas, y todos los que antes le habían conocido, y comieron con él el pan de su casa y se condolieron de él, y lo consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él; y cada uno de ellos le dio una pieza de dinero y un anillo de oro. Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero, porque tuvo catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas, y tuvo siete hijos y tres hijas. Llamó el nombre de la primera, Jemina, el de la segunda, Cesia, y el de la tercera, Keren-hapuc.
”Y no había mujeres tan hermosas como las hijas de Job en toda la tierra; y les dio su padre herencia entre sus hermanos. Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación”.
Ajedrez. No me escapa el significado básico de esta parábola. El problema es que no está sustentada en un hombre de carne y hueso, sino en “el hombre”, así, in abstracto, el hombre que Dios y Satán eligen para jugar alegremente su partida de ajedrez. El hombre escenario de grandes combates teológicos. Ese hombre desustanciado, desprovisto de espesor psicológico, de verdad humana, que execraba Unamuno: el sujeto filosófico, no el individuo que realmente sufre, clama y protesta contra su finitud y el despojamiento vital de que es objeto.
Francamente, déjenme decirlo en pocas palabras: si en efecto el happy ending de esta extensa parábola nos deja con la imagen de un Job reconciliado con el Señor, bailando feliz y brindando por la vida sobre sus fanegas de trigo, abrazando a sus nuevos chiquitos y, posiblemente, a su nueva, ubérrima esposa, entonces Job es un miserable.
¡Cuánta frivolidad, qué cortedad de memoria, qué falta de respeto por la memoria y el dolor de los hijos que le fueran arrancados y de la esposa tronchada solo para que él se convirtiese en uno de los galanes de la gran saga bíblica!
Únicamente un malvado y un mendigo de alegrías puede contentarse con que Dios le devuelva “algo”, una especie de indemnización moral o de “premio de consolación” ante la pérdida de eso —esposa e hijos— que es, por definición, absolutamente irremplazable. Adornar el reparo con tres millones de ovejas y siete billones de apestosos caballos es añadir cinismo al insulto.
Amor verdadero. Uno no quiere que Dios le devuelva “algo”. Nadie ama “algo”. Uno quiere que Dios le devuelva precisamente aquello que amó —lo cual nunca hará— porque en eso consiste el amor: en la insustituibilidad, en la singularidad, en el insondable vacío que en un ser humano deja la pérdida del ser amado.
Vayan a preguntarle a un padre o a una madre que haya perdido un hijo (no hablemos ya de tres) si se contentaría con recibir un buen día por correo un bello, bien manufacturado, empacado, timbrado, sellado y certificado “repuesto” como compensación por la pérdida que eternamente lloran.
Job no supo respetar su duelo. Con garrocha se saltó su propio luto. Muy, pero muy rápidamente, enjugó sus lágrimas y, francamente, no quisiera yo haber sido el hijo de un hombre tan desmemoriado (“el muerto al hoyo y el vivo al bollo”). No señor, el ser humano real, el postulado por Unamuno, no vive así su vida. Job es un personaje plano, una maqueta para la cual no hay correlato sino en el mundo alegórico de la parábola.
Emblematizando con ello la rapacidad de los tiempos bíblicos, el relato pone un énfasis de todo punto repugnante en la recuperación de los bienes materiales: rebaños de ovejas, caballos y cerdos apestosos. Así, su esposa viene “surtida”, aderezada por un suplemento (en el sentido derridiano del término) de placer, como el avioncito de plástico en la caja de corn flakes.
No hablemos de la homologación ontológica repugnante que se produce entre la mujer y los bichos de corral que le son obsequiados, en lo que más parece un value meal de McDonald’s que una respuesta divina. ¡Mujer con ovejas, caballos, asnos y cerdos: y ni siquiera, necesariamente, en ese “orden de precedencia”, si se me permite usar una expresión de la jerga diplomática!
Se dirá que esto era invaluable para un campesino, un agricultor allá, cuando la tierra estaba aún húmeda del diluvio. Aduzcan lo que quieran: la sobornabilidad y la amnesia emocional de Job son indefendibles: ustedes lo saben tan bien como yo. Pocos personajes del Antiguo Testamento me inspiran tanta repulsión como este viejo frívolo, que cambia de esposa y de hijos como quien cambia de sandalias.
Job es grande en su dolor y pequeño en su alegría. Pero ¿no somos así todos los seres humanos?
El autor es pianista y escritor.