Todo ciudadano, sobre todo si ocupa posiciones de liderazgo, debe recordar que la democracia no solo descansa en las normas, derechos y deberes reconocidos formalmente. También depende de los valores, actitudes, sensibilidades, responsabilidades, transparencia y hasta pudor desplegados al ejercer sus funciones. Su importancia crece con la jerarquía de los cargos. Y si en algún ámbito alcanza la máxima trascendencia, es en el Poder Judicial.
Quienes se encargan de administrar justicia y, por ende, resolver conflictos, son funcionarios públicos. En este sentido, tienen relaciones laborales y defienden derechos (o privilegios) propios. Nada malo en ello, si partimos de que habrá contrapartes independientes para juzgar sobre la legalidad, rectitud y conveniencia de sus pretensiones. Sin embargo, tales instancias no existen, porque son los propios jueces, en particular los magistrados, el eslabón final de los litigios.
Esa condición los confronta con inevitables conflictos de intereses, que solo pueden resolverse si se distancian totalmente de los intereses personales al decidir. Y aquí, además de las normas, entran en juego la misión y probidad consustanciales al cargo, que deben practicarse y demostrarse sin fisuras. De lo contrario, actos que puedan justificarse con razonamientos legales o constitucionales perderán legitimidad y vulnerarán el tejido democrático.
Cuando la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, Zarela Villanueva, se opone en la Asamblea Legislativa al tope de ¢4,7 millones para las pensiones del Poder Judicial, actúa como representante de un gremio –el de los magistrados– que busca maximizar sus rentas. Pero es imposible que, al hacerlo, se despoje de su investidura, que la obliga a definir sobre los topes de pensiones tanto propias como ajenas. Es juez y parte, un enorme desafío ético.
¿ Con qué toga se vestirán los magistrados al resolver esos casos? ¿Cómo abordarán, por ejemplo, los recursos de los exdiputados Rolando Laclé y Danilo Chaverri, también encaminados a salvar privilegios de pensión adquiridos legalmente, si su decisión los podría afectar en el futuro? ¿Usarán la normativa inconfesable del gremialismo o el supremo deber de considerar los valores de constitucionalidad, equidad, igualdad, pertinencia y conveniencia a que los obligan sus cargos? Quisiera pensar que será esto último. Pero lo ocurrido hasta ahora me despoja de optimismo.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).