Si hubiese tenido talento literario, habría explorado el territorio de la anécdota. A veces finjo que un cuento se está cociendo en mi trastienda, o algo más ambicioso. Pero nunca se me ha dado la ficción. Por eso, aprecio las bondades de la anécdota, que nos permite ensayarla a todos.
Pertenece a la tradición oral. Tiene una fertilidad infinita: siempre ocurren cosas, la gente siempre tiene algo que contarse y lo hace a todas horas, en cualquier circunstancia y en cualquier lugar. Está en boca de todos, todos sin excepción echamos mano de ella, con mejor o peor agudeza; es contagiosa. Y a pesar de su modesta apariencia, que hace que uno casi no se fije en ella, es con mucho, para comenzar, el recurso más enjundioso para rescatar del olvido la memoria personal y colectiva de lo cotidiano y darle continuidad a la especie.
¿Qué habría sido de nosotros si no dispusiésemos de la anécdota? Seríamos seres mustios, incomunicados, embebidos en una animalidad sin pasado, presente ni futuro.
Por lo que he notado, algunas personas tienen una capacidad superlativa para producirla o relatarla; suelen ser gentes más perspicaces, o que viven de una manera menos convencional y están dispuestas a correr riesgos: gente a la que parece que le pasan más cosas.
Tuve un amigo que era un anecdotario de pies a cabeza. Allá por los años ochenta, en plena guerra centroamericana, trabajando en la Cancillería, advirtió que las relaciones entre los gobiernos de Nicaragua y Costa Rica se habían deteriorado y eran ruinosas, con peligro de que ambos países se fueran a las manos, apremiados por impulsos externos. Entonces, se le ocurrió que una manera de aliviarlas era que los respectivos presidentes alcanzaran un punto de entendimiento y cruzaran entre ellos sendas cartas. Por caminos misteriosos, logró el compromiso de ambos dignatarios de escribirse simultáneamente en términos conciliadores y amistosos. Llegó a mi casa y me contó su idea. Cuando le pregunté qué vela tenía yo en ese entierro, me dijo que escribir ambas cartas: así hice, y días después me mostró las dos, debidamente firmadas y cursadas.
A veces, la anécdota se obliga a la privacidad o la reserva. Pero con el tiempo, prescinde de este velo y florece para darnos una imagen más honesta de lo que de veras ocurre en el mundo.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.