Hay ciencia en abundancia para demostrar el papel determinante de la educación en el desarrollo. No la hay, en cambio, para decidir el porcentaje del producto interno bruto (PIB) requerido para preparar a las nuevas generaciones. Esa decisión la gobierna la política, no la ciencia, porque así lo exige el imperativo de adaptación a diversas realidades nacionales.
Países con un PIB enorme requerirán un porcentaje mucho menor de su producción para invertir más dinero por estudiante. Irlanda solo destina el 3,2 % del PIB a la educación, pero es un PIB casi cinco veces mayor. En consecuencia, gasta $8.823 al año por estudiante y nosotros, $4.997.
La diferencia se debe a que Irlanda, siendo un país comparable en población, es mucho más rica, pero no hay ciencia para explicar por qué un 3,2 % y no más. Si los irlandeses invirtieran el 8 % del PIB en educación, probablemente incentivarían el desperdicio, pero el gasto promedio por estudiante en la OCDE es de $10.102 anuales, equivalentes, también en promedio, al 4,9 % del PIB.
¿Por qué Irlanda, siendo uno de los países más ricos del planeta, no llega siquiera al promedio de los demás integrantes del exclusivo club? La respuesta no está en la ciencia, sino en la definición de una política pública. Los irlandeses la debaten tanto como nosotros, y hacen comparaciones con países más generosos en el gasto, pero a nadie se le ha ocurrido desarrollar una teoría científica para explicar las diferencias. Un metro es un metro aquí o en Irlanda, pero el 8 % del PIB representa cosas muy diferentes.
La Constitución costarricense manda a invertir el 8 % del PIB en educación porque los impulsores del texto lo consideraron necesario y posible. El mandato nunca se cumplió y las dificultades fiscales de los últimos años lo redujeron a mera aspiración. Podemos discutir si es una aspiración válida, pero su fundamento científico no existe, como tampoco el de los recortes de programas de becas y transporte estudiantil, por ejemplo.
La ciencia nos puede hablar, en cambio, del saludable efecto de una política pública de inversión en educación y de las consecuencias de recortes como los citados. Ambos impactos se pueden medir y así podemos encontrar la justificación científica del gasto, no la precisa fijación de su monto. Por eso alarma escuchar a los responsables de fijar la política educativa preguntar por la base científica de la norma constitucional. El mismo cuestionamiento vale para cualquier presupuesto del Ministerio, actual, pasado o futuro. La pregunta solo sirve para cortar amarras y resignarnos a la deriva.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.