En diciembre del 2003, aproximadamente nueve meses después de iniciada la guerra en Irak que definiría para siempre su legado, se preguntó al entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, si las políticas de su administración cumplían el derecho internacional.
“No sé a qué se refiere con derecho internacional. Será mejor que consulte a mi abogado”, bromeó. El desastroso aventurerismo militar de Bush ilustró crudamente la importancia de las normas e instituciones internacionales, así como las consecuencias de no respetarlas. Por desgracia, parece que hemos vuelto a olvidar esta lección.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas han sido la piedra angular del orden internacional basado en normas. Mientras otros numerosos acuerdos internacionales abordan cuestiones como las armas químicas, la guerra biológica y la estabilidad regional, a la ONU se le ha confiado el papel primordial de mantener la paz y la estabilidad mundiales.
Lo que la hizo eficaz, al menos durante un tiempo, fue el apoyo de las democracias liberales del mundo y, sobre todo, el compromiso inquebrantable de las administraciones demócrata y republicana de Estados Unidos.
Sin duda, Estados Unidos ha sido durante mucho tiempo ambivalente respecto a algunos aspectos del orden internacional, como demuestra su prolongada negativa a adherirse a la Corte Penal Internacional. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, Estados Unidos se ha atenido a las normas internacionales, a pesar del enorme poder político y económico que adquirió tras la Segunda Guerra Mundial, que le habría permitido hacer lo que quisiera unilateralmente.
Paso en falso
Todo cambió con la decisión de la administración Bush de invadir Irak, un país soberano, ante la feroz oposición internacional y sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU.
Al hacerlo, Estados Unidos dañó gravemente su propia credibilidad y socavó el sistema mundial basado en normas, proporcionando a muchos países africanos y latinoamericanos una razón plausible para no condenar a Rusia por su invasión de Ucrania.
Incluso, la India ha mantenido una postura neutral respecto a Ucrania, aprovechando las sanciones económicas lideradas por Estados Unidos para comprar petróleo ruso a precios muy rebajados, a pesar del estrechamiento de los lazos entre el Kremlin y China, el principal rival geopolítico de la India.
Mientras las democracias liberales intentan negociar acuerdos internacionales para hacer frente a los inmensos retos políticos, económicos y sociales del siglo XXI —en particular el cambio climático y la migración masiva— deben enfrentarse al legado de desconfianza y división de la guerra de Irak. Abordar las futuras presiones migratorias, en particular, será imposible sin acuerdos internacionales y la cooperación de los países de renta más baja del Sur Global.
Se prevé, por ejemplo, que la población de África se duplique de aquí al 2050. Para evitar una combinación tóxica de inestabilidad política, guerra y miseria económica exacerbada por el clima, que podría afectar a cientos de millones de personas en las regiones más vulnerables del continente, las democracias liberales de Europa deben emplear un arte de gobernar innovador, intervenciones en materia de seguridad y una importante ayuda al desarrollo.
Sin estas medidas, los países de Europa occidental podrían enfrentarse a una oleada migratoria masiva que inevitablemente provocaría importantes retos sociales y alimentaría aún más el auge de las políticas populistas.
Irse a la raíz
En la actualidad, sin embargo, parece que la principal estrategia de Europa para hacer frente a la migración ilegal es esperar que la perspectiva de morir en el Mediterráneo o en el canal de la Mancha disuada a los solicitantes de asilo. Pero, como demuestra la reciente experiencia del Reino Unido, tales medidas, aunque populares entre los tabloides de derechas, no abordan las causas subyacentes del problema.
A medida que los países europeos se enfrentan al envejecimiento de la población y al descenso del número de personas en edad de trabajar, se hace cada vez más evidente la necesidad de una política de migración sensata que tenga en cuenta las necesidades a largo plazo de los países.
Alcanzar el equilibrio adecuado entre facilitar la migración necesaria y limitar el número de personas que entran ilegalmente será uno de los retos que definan a Europa en las próximas décadas. La cuestión ya domina el debate político, con el poder de derribar gobiernos, como ha ocurrido recientemente en los Países Bajos, y alimentar el auge de la extrema derecha.
Pero dados los retos demográficos del continente, mantener los servicios públicos esenciales y el crecimiento económico exigirá aceptar muchos más migrantes de los que preferirían figuras como la francesa Marine Le Pen y el británico Nigel Farage.
Cerrar la brecha de desconfianza
La amenaza existencial que supone el cambio climático subraya la urgente necesidad de salvar la brecha de confianza entre los países desarrollados y los países en desarrollo. Es crucial que la comunidad internacional se ponga de acuerdo sobre cómo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y garantizar que los más afectados por los efectos del calentamiento global —los países de renta baja que son los menos responsables de crearlo— no sufran una carga desproporcionada.
La confianza del mundo en la capacidad de las democracias liberales occidentales para diseñar políticas y acuerdos que aborden estos retos críticos sería mucho mayor si Estados Unidos siguiera siendo capaz de ejercer un liderazgo bipartidista. Pero en un momento en que los republicanos de Washington están socavando los cimientos mismos de la política electoral, esto parece muy poco probable.
Muchas de las actuales divisiones políticas internas de Estados Unidos surgieron a raíz de la guerra de Irak. Mientras que presidentes como Franklin Roosevelt, Harry Truman y Dwight Eisenhower demostraron que los líderes eficaces pueden hacer del mundo un lugar más seguro y mejor, incluso ante grandes adversidades, la presidencia de Bush demostró que lo contrario es igualmente cierto.
Chris Patten, último gobernador británico de Hong Kong, es rector de la Universidad de Oxford.
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