¡Que hablen los cañones! Ninguna otra voz debe escucharse. Quien clame por la paz es sospechoso. Al Papa se le llama “putiniano” por hablar de dos imperios. El plan chino de paz se mira con suspicacia. Se alega responder a intereses propios. ¡Vaya delito beneficiarse de la paz! En tanto, cada día que pasa se ensombrecen más los cielos.
Desde Ucrania, la oscuridad se extiende sobre todos los panoramas, y si la sombra todavía no la tenemos encima, si esta insensata guerra sigue, no tardaremos en percatarnos de cuánto nos afecta. Es una insensatez verla bajo el prisma del castigo de Putin o la derrota de Rusia. Es ingenuo ignorar que el mismo destino humano está en la picota.
Es controvertido el relato histórico de los orígenes del conflicto. No por eso deja de estar cargado de consecuencias imprevisibles. Desde versiones impugnadas entre bandos enfrentados, sus raíces llegan hasta la caída del muro de Berlín y la gestión fallida de las perspectivas de paz duradera que ahí se abrieron.
En medio de la borrachera, ante el rival desmembrado, se olvidó que no hay humillación permanente sin peligrosos despertares nacionalistas. Se ignoraron las lecciones de la I Guerra Mundial y se hincaron los dedos en la herida de una Rusia impotente para impedirlo. La OTAN expandió sus tentáculos envolventes hasta donde pudo. Y aquí estamos, atrapados entre disyuntivas igualmente funestas.
Todos pierden
¿Pudo haber sido diferente? Eso ya no cuenta. Los subjuntivos no existen en la historia. De esta tragedia solo queda por escribir lo que sigue. El libreto de este guion desearía un final feliz. Eso ya no es posible. Lo que queda es la duración de una desgracia donde todos somos perdedores.
Los Estados Unidos descubrirán también que no hay rosas sin espinas. Si no se amainan estos vientos, se cosecharán tempestades. Por el momento, eso no cuenta, beneficiados como están, hasta ahora, de la reanimación de su industria bélica, de la venta con sobreprecio de su gas líquido y de una Unión Europea sin perspectivas de ser otro rival geopolítico.
En el 2014, comenzó la cuenta regresiva para la catástrofe, cuando Rusia invadió Crimea. ¿O comenzó el conteo, más bien antes, en el Euromaidán, alentado por Estados Unidos a deponer a un presidente prorruso? Ya no importa. La realidad es que Europa reaccionó de forma ejemplar.
La Organización de Seguridad y Cooperación Europea propició un diálogo. En Minsk se llegó a un acuerdo pacífico y el reloj se pudo haber detenido ahí. Pero no. Las hostilidades siguieron en el Dombás. Alemania y Francia volvieron por la paz y se formó junto con Rusia y Ucrania el Cuarteto de Normandía. Hubo un nuevo protocolo de Minsk, en el 2015. Tampoco se observó. Cuando sus puntos resulten que no difieren de futuros acuerdos de paz, nos daremos por enterados de intereses ocultos que descarrilaron aquel entendimiento. De eso ya no se habla. No hablemos pues.
No importa el origen de los vientos de guerra en Ucrania. La única agenda debería ser detener la guerra. Pero para llegar ahí hay que superar intereses creados y narrativas simplistas, de blancos y negros, sin los necesarios tonos grises que terminan siendo los únicos realistas. Marco Travaglio describe la guerra de Ucrania como una historia de Caperucita Roja, pero solo con lobos. El papa Francisco advierte que en ese escenario dantesco no se deben ignorar intereses imperiales contrapuestos. Es lo usual. Tucídides advertía que la verdad es la primera víctima de una guerra. Las opiniones se encasillan de uno u otro lado de las trincheras.
En Ucrania todos erraron
Erró Putin al invadir Ucrania y falló su cálculo de una victoria fácil. También fracasaron los pronósticos occidentales de aplastar a Rusia con sanciones. Más bien, Europa se disparó en el pie. La invasión rusa devolvió sentido a la OTAN, que Macron había dictaminado con muerte cerebral. La amenaza de expansión, que Putin alegaba detener, se amplió más bien a los países nórdicos. Estados Unidos aprovechó para enfilarla, desde ahora, contra China. Pero Putin logró convertir la guerra en asunto de interés nacional y hasta sus opositores entienden que Rusia no puede perder.
Alessandro Orsini contó muchas instancias en los primeros meses de la guerra cuando Zelenski manifestó disposición a negociar. En marzo del 2022, un mes después de la invasión rusa, hubo acuerdos en Estambul. Naftali Bénet, entonces primer ministro israelí, fue a intermediar a Moscú y logró importantes concesiones de ambas partes. Pero el propio Bénet dijo después que Occidente había bloqueado sus esfuerzos al disuadir a Zelenski de hacer concesiones. Se le prometieron las armas necesarias para una victoria. Ucrania pondría los muertos. Ese es otro yerro.
El general Mark Milley, jefe del Estado Mayor estadounidense, advirtió que esa victoria es muy poco probable. ¿Adónde va entonces esta guerra? El libreto más probable es un conflicto prolongado que terminará en la mesa de negociación. ¿Por qué no llegar ahí de una vez? No se lucha, pues, por la victoria, sino por mejorar posiciones en un futuro acuerdo.
Esa prolongación es insensata. También insensible. Se mide en destrucción, miseria, muerte, hambre y olas migratorias. El 20 % de la población ya está en Europa, un 12 % desplazada de sus regiones. Un tercio de los ucranianos perdieron su anclaje en la vida. Y la cuenta sigue.
Con todo y la dimensión de ese dolor, el itinerario que arriesga esta guerra es más atroz. Según Hegel, la historia se repite. Nietzsche la hace regresar una y otra vez a las mismas sandeces. Ese “eterno retorno” a la cobardía política lo ejemplifica la narrativa histórica de Philip Zelikow.
Él cuenta que las potencias enmarañadas en la I Guerra Mundial estaban dispuestas a detenerla a poco de iniciada. Pero nadie se atrevió al primer paso conciliatorio. El retraso costó dos millones de muertos y de esa prolongación cayó el zar y triunfó la Revolución rusa. Las consecuencias llegan hasta hoy. La paz retardada fue tan mala que sembró las semillas del siguiente descalabro bélico.
Eso se sabe y se acepta. Es fácil interpretar acontecimientos mirando hacia atrás. Hacia delante no se puede confiar en quienes muestran escasez de criterio histórico y, tristemente, ahí están los dirigentes occidentales con sus antecedentes, desestabilizando el Cercano Oriente. Me sobrecoge, en cambio, Kissinger, quien visionario advierte que para evitar otra guerra mundial es necesaria una pronta paz.
Derrotar a Rusia es improbable y peligroso. Que Putin se apodere de Ucrania es igualmente inverosímil. El asunto queda en detener el conflicto antes de un accidente que nos lleve al abismo. Prolongarlo es peligroso. Ya un bombardero B-52 voló casi encima de Kaliningrado, un dron estadounidense en el mar Negro es objeto de controversia, Polonia y Eslovaquia envían aviones caza. Cada día caben más incidentes de ignotas consecuencias. Estamos en la cuenta regresiva para la paz o el retorno a las cavernas.
Velia Govaere, exviceministra de Economía, es catedrática de la UNED y especialista en Comercio Internacional con amplia experiencia en Centroamérica y el Caribe. Ha escrito tres libros sobre derecho comercial internacional y tratados de libre comercio. El más reciente se titula “Hegemonía de un modelo contradictorio en Costa Rica: procesos e impactos discordantes de los TLC”.