Los aires navideños no logran esconder un ambiente enrarecido de incertidumbres. Nos acecha la inminente cercanía de peligros, pero las alarmas encendidas nos encuentran huérfanos de guía. El desconcierto de hoy es hijo de la ingenua credulidad de ayer, que nos hundió en el desatino de poner nuestra nave en manos sin pericia.
No sucumbiré a la indignada tentación de condenar el descaro de confesar que no era lo mismo verla venir que bailar con ella (¡qué concha!). Pero ya pasó. Con cuatro años a cuestas y a la deriva de un desbarajuste de omisiones, debemos pasar la hoja de resentimientos. El día llama a buscar puerto seguro.
Nunca más apropiada, empero, la alegoría de cantos de sirena que atraen al despeñadero tripulaciones aturdidas. En efecto, mientras más se acerca la campanada electoral, urgida de derroteros que nos rescaten, más fuerza cobra la acumulación de desencantos que nos ciegan.
Es gigantesco el número de electores que, decididos a acudir a las urnas, no encuentran en quién creer y su voto oscila entre el miedo y el reproche. En ningún punto del mapa se descubren entusiasmos. No hay manera de inventarse rutas de alegría. Ya ese tren partió y nos dejó varados en el duro letargo de constantes indecisiones y entuertos.
No es la primera vez que enfrentamos encrucijadas semejantes. El imaginario colectivo de un pueblo, culto como el nuestro, cuando está bajo tormenta, busca orientación en criterios de profesional sustento o de sabiduría añeja curtida por la experiencia. El desgarrador peligro que nos apremia ahora es un repudio masivo a la opinión entendida. No terminamos de asimilar la irrelevancia que ahora tienen las mejor elaboradas opiniones.
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Promesas vacías. Nada cambia poner números en promesas de citas médicas o de viviendas, repetición de los ochenta aristas, pertinentes en su momento histórico, completamente vacíos de contenido, en el presente. Tampoco que se nos diga que podemos realizar cualquier utopía, solo porque fuimos capaces de hacerlo antaño.
O, peor aún, que se aborden problemas como el empleo, enumerando acciones sin plantear la complejidad del fraccionamiento político que las ha rendido obsoletas. Ni valen condenas a la corrupción, oportunas como candidato, calladas en su hora de ministerio inoperante.
Ni qué decir del demiurgo que aparece en el escenario como deus ex machina, fustigando a Raimundo y todo el mundo, escudado detrás de un demagógico verbo punitivo, a sabiendas de la insuficiencia que tienen los castigos para resolver nuestros dilemas más profundos, para no hablar del caos en que nos sumiría su probable impotencia legislativa.
No olvidemos la amarga lección de la inicial carga persecutoria de los cien días de nuestro, aunque comparativamente inofensivo, primer flautista de Hamelin.
Sin compromisos. Y en total concordancia con la tradicional cobardía política que nos aqueja, nadie asume un compromiso ineludible para enfrentar el agravamiento hacendario ocasionado por la más peligrosa de todas las postergaciones de una administración irresoluta. Y cuando esa urgencia se menciona —claro, nunca en campaña y menos como prioridad decisiva— se hace con miopía tributaria, como si la fiscalidad no fuera también un importante instrumento de estímulo para la modernización del sistema productivo.
Con las redes sociales digitales ha irrumpido un mercadeo político de insoportables liviandades. Con ellas el período electoral dejó de ser escuela de formación política y cívica y se convirtió en un mercado turco de verdades alternativas, a buen precio y baja calidad fáctica. Entre troles y memes, se organizan sistemas irrastreables de oscurantismos de comunicación virtual, sustitutos disfuncionales de la interacción humana perdida entre el creciente aislamiento de la vida moderna. Y luego quedan los debates televisivos, donde el verbo fácil hará su agosto recitando lo que se quiere oír y evitando advertir, en el marasmo, sobre los inevitables sacrificios inherentes a cualquier solución de fondo.
Lo anterior subraya la pobreza de renovación política que permea el panorama electoral. Queda de relieve, en todas las plataformas partidarias, una incapacidad de desprenderse de viejas cantinelas que solo despiertan cansina hartazón, a esta altura de la experiencia colectiva defraudada.
Debería ser claro que ya no cabe más de lo mismo, cansados como estamos de las peroratas de siempre. La necesidad de perentorios cambios no ha disminuido, sino, más bien, se ha acentuado con el estrepitoso fracaso de quien lo prometiera otrora. Pero no es un cambio de promesas lo que exige la premura de esta encrucijada, sino una transformación estructural del paradigma de la oferta política que se plantea.
Del “yo sí puedo hacer” se debería pasar al “yo sí puedo unir para que todos podamos hacer”, porque el votante acudirá a las urnas con la inveterada disposición perversa de dividir el voto y dejar en la impotencia a cualquier opción que escoja para la presidencia.
Las ofertas individualizadas y contrapuestas a las del contrario solo resultarán en el caos habitual del pluralismo disfuncional que nos somete al circulo vicioso del filibusterismo reinante. Ese fraccionamiento impondrá nuevas dilaciones en decisiones impostergables y agudizará, aún más, los descontentos, poniéndonos más cerca incluso del punto de no retorno del despeñadero.
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En estos trances, la concertación es el único paradigma viable para rescatar la esperanza, porque ninguna ideología aislada puede sacarnos del atolladero. Pero nadie guía su campaña en ese rumbo, sino en la degradación del contrincante.
Ese camino solo puede conducir a la impotencia de otra minoría parlamentaria necesitada de bisagras confesionales. No es de extrañar que, en la búsqueda de un cambio, la población rechace a secas lo viejo y esa rebelión descarriada de las masas, que ya no atienden razones, termine, por temor, en más de las mismas frustraciones y, por protesta, de Guatemala a Guatepeor.
vgovaere@gmail.com
La autora es catedrática de la UNED.