Costa Rica mantuvo un déficit fiscal promedio de un 3,68 % de su producto interno bruto (PIB) desde 1983 hasta el 2007, cuando se registró el primer superávit fiscal en 50 años, de un 0,5 %. En el 2008, en medio de la crisis económica mundial, bajó a 0,1 %.
A partir de ahí, según el Informe Estado de la Nación, en el 2016 llevábamos cuatro años consecutivos en que el déficit fiscal no lograba bajar del 5 % y siete años en que se mantenía por arriba del 4 %. En el 2017 dimos el gran salto al 7 %; se prevé que el 2018 será aún mayor.
La deuda del Gobierno Central era de un 24 % en el 2008 y en 10 años hemos crecido más del doble. El 2018 cerrará con un 53 %. La deuda de todo el sector público pasó del 38,4 % en el 2008 al 68 % este año.
Debido a la merma de los ingresos fiscales y el aumento de los gastos, es previsible que terminemos el 2018 con un déficit del 7,3 %, cuyas consecuencias serán mayor deuda y la pérdida de confianza de las calificadoras de crédito.
La situación actual tiene varias causas, pero principalmente no tener disciplina en el uso del dinero. Nos hemos endeudado para vivir artificialmente.
También es producto de haber creado un Estado sobredimensionado, ineficiente, rígido y poco competitivo en la nueva economía. Nunca hicimos un alto en el camino porque teníamos la posibilidad de endeudarnos irresponsablemente. Aun en esta crítica situación financiera, seguimos debatiendo si las alianzas público-privadas son la respuesta para brindar servicios y construir la infraestructura necesaria para el país. Perdemos cientos de millones de colones en comisiones e intereses por créditos aprobados por bancos internacionales, pero no podemos usarlos ante la maraña de trámites y la falta de compromiso de las instituciones involucradas. Lo que no hemos dimensionado es que la deuda pública cada vez es más cara y no podemos dejar de pagarla.
La administración anterior, ante la falta de liquidez, en el último trimestre emitió bonos a corto plazo con altos intereses, así creó un hueco financiero de ¢600.000 millones, que no incorporó en el presupuesto de este año.
La situación de iliquidez del gobierno genera serias preocupaciones a inversionistas e instituciones, cuyo análisis del riesgo es continuo. Riesgo que parece crecer por la falta de aprobación de una reforma fiscal y un ajuste en los disparadores del gasto. Está claro que en el futuro el mercado financiero será más exigente y solicitará más intereses y menor plazo. Toda esta situación afectará las tasas pasivas del mercado y entidades oferentes, y perjudicará, cada vez más, el sector privado.
Este año seguimos financiando más del 45 % de los gastos ordinarios con deuda sin hacer correctivos al gasto. No hemos entendido que, si la espiral de gastos no se paraliza, no habrá reforma fiscal que corrija el déficit futuro.
Está claro que a mayor tamaño del Estado siempre será menor el crecimiento económico. Lo que gasta el gobierno proviene del sector privado, por lo cual se sacrifica la inversión y el empleo. La Costa Rica de hoy requiere restringir privilegios y dar más transparencia y eficiencia al gasto público.
Salarios. Los salarios del sector público siguen creciendo sin control. El Ministerio de Educación tiene 74 tipos de remuneraciones, 10 ministros reciben menos que muchos de sus funcionarios, el 20 % de la población asalariada concentra en el sector público el 48 % de los ingresos por anualidades, en un mismo nivel profesional hay hasta ¢3 millones de diferencia en sus remuneraciones, los grados académicos bonifican a muchos funcionarios hasta con ¢400.000 mensuales, las famosas anualidades las reciben el 99,9 % de los funcionarios, en muchas instituciones se paga hasta el 100 % de las incapacidades, vacaciones hasta de 30 días hábiles, cesantías hasta de 20 años y decenas de otros privilegios.
Tampoco parece razonable que la Caja Costarricense de Seguro Social tenga sobresueldos superiores al 50 % en incentivos y que los servicios de salud cada vez se deterioren más por la falta de equipamiento e infraestructura. No debemos aceptar que una institución como la Junta de Protección Social tenga incentivos que son 2,32 veces los salarios básicos y el doble del promedio del sector público. Algo está mal cuando hay instituciones que no necesitan convenciones colectivas para recibir beneficios porque están amparadas a su estatuto laboral.
Pensiones. Tenemos que buscar una solución justa al problema de las pensiones de los trabajadores de las empresas privadas. Deben acabar las pensiones de lujo que no corresponden a los rendimientos de los ahorros aportados individualmente durante la vida laboral. No es racional que el Poder Judicial deba presupuestar más de ¢30.000 millones al año para pensiones y aguinaldos.
Centenas de jubilados de la Corte cobran pensiones entre ¢2,5 millones y ¢9 millones mensuales. No es razonable que las pensiones se hereden a los cónyuges. El actual sistema de pensiones del Poder Judicial no es sostenible y el Gobierno es solidario en caso de que no pueda cubrir las obligaciones. Varios jueces cotizaron sobre un salario inferior y al ser nombrados magistrados se pensionan con más de ¢6 millones al mes.
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El sistema debe variarse o eliminar el aval estatal. Deben ponerse topes y ser supervisados por la Supén. El impuesto solidario aprobado no es una solución a largo plazo. Tiene que haber estudios serios y unificar el sistema de pensiones.
Es urgente, también, legislar sobre las pensiones millonarias de las universidades públicas. Hay que aplicar una contribución especial solidaria a todo el magisterio. La Junta de Pensiones del Magisterio Nacional (Jupema) tiene que exigir a todos los pensionados, con ingresos superiores a ¢4 millones, contribuir de forma solidaria. No puede haber profesores o administrativos con pensiones de ¢10 millones al mes, por más doctorados y años de enseñanza en las universidades. Las pensiones se diseñaron para tener un retiro digno y no para tener ingresos exorbitantes.
El autor es ingeniero.