Eduardo Lizano Fait tiene asegurado —y muy bien ganado, por cierto— un espacio entre las personas que, en diversos ámbitos, con sus acciones e ideas, más influyeron en la Costa Rica de las últimas décadas, y por qué no, de los últimos cien años.
Además, que no es cosa menor, en las transformaciones profundas a las que contribuyeron decisivamente su pensamiento y su acción política, y que seguirán siendo fundamentales, si se saben aprovechar y acompañar de impulsos renovadores, en los futuros posibles de la nación.
Ante todo, don Eduardo es un académico, un observador agudo y cuidadoso de la realidad económica, social y política del país. Aunado a ello, gracias a su exquisita formación académica, escudriña, cuestiona y, sobre todo, descifra con precisión las claves de los éxitos materiales y sociales de esta sociedad, y, especialmente, sus contradicciones y los obstáculos para un mayor desarrollo y bienestar.
Como pensador, don Eduardo supo escapar a la miopía de la especialización absurda y a la inútil obcecación ideológica, y comprender la economía no según los fríos formalismos teóricos o los dogmas dominantes en cada momento histórico, sino más bien —esencial en su etapa de tomador de decisiones de política económica— según su relación con la política.
Ciertamente liberal, pero no de los que abundan hoy con discursos economicistas teñidos de intereses y entonando el absurdo mantra de un libertarismo anárquico y egoísta. Su ideal de libertad, mucho más clásico, realista y humano, está construido sobre los cimientos de los espacios de oportunidad para las personas y en el respeto y la responsabilidad colectivos que implica la convivencia democrática.
En sus escritos morales, que son muchos, aunque poco conocidos quizás, se ve claramente la fuerza de las ideas de la doctrina social de la Iglesia en sus propuestas acerca de la redistribución y la política social.
Como funcionario, don Eduardo combinó como muy pocos —que tanta falta hacen hoy— habilidades como el pragmatismo y la capacidad de actuar para resolver las angustias a corto plazo, sin quitar la mirada del horizonte más lejano, pero urgente, de las reformas necesarias para corregir las causas de los problemas.
Comprendió como nadie que las políticas públicas mal diseñadas no hacen más que empedrar de buenas intenciones el camino a los infiernos y que, además, como buen economista político, que las intervenciones públicas eran susceptibles de ser capturadas por intereses y, por lo tanto, era crucial preguntarse si eso era no solo transparente, sino, particularmente, justo desde la perspectiva colectiva.
Le correspondió liderar equipos que enfrentaron las consecuencias de la mayor de las crisis económicas en la segunda mitad del siglo XX y consiguió estabilizar la economía y promover reformas que derivaron en un mayor crecimiento económico en un ambiente de estabilidad y menores vulnerabilidades.
Errores, por acción u omisión, sin duda los cometió. Ningún tomador exitoso de decisiones de política pública, como don Eduardo, puede vanagloriarse de no cometerlos o de ser infalible; y quienes lo hacen, no nos prestemos al engaño, lo más probable es que dejaron pasar sus días sin atreverse a nada significativo, a pesar de que las urgencias clamaran por acciones inmediatas y contundentes.
Con la injusta comodidad que da juzgar el pasado en el presente, ¡cómo se echan de menos liderazgos que —con conocimiento, pragmatismo y compromiso por avanzar, inclaudicables como el de don Eduardo— se hubieran hecho cargo de otras áreas de la política pública!
Pero quizás la mayor virtud de don Eduardo es su talante profundamente humano y democrático. La convicción de que es posible alcanzar acuerdos sobre los que se basen las políticas públicas y, primordialmente, las reformas urgentes.
Su conocimiento, su capacidad para diseccionar con precisión la realidad económica, social y política, o incluso el poder que derivaba de sus cargos, de poco o nada hubieran servido al país sin su capacidad de escuchar incansablemente a todos, de aproximarse a las diferentes partes —preguntando muchas veces con paciencia y casi con ingenuidad sobre las diversas posiciones—, procurando entender con empatía sus preocupaciones e intereses, consciente de que siempre es posible un acuerdo suficientemente amplio y ambicioso para lograr que las intervenciones gubernamentales contribuyan al bienestar común.
El autor es economista.