“La corrección política es totalitarismo moderno”, es una frase contundente de Slavoj Zizek, el filósofo, psicoanalista lacaniano, sociólogo y filólogo esloveno, que ha calado profundamente en mí, y posiblemente en más personas, porque la idea que hay tras esta reflexión es que la corrección política obliga a ceñirse a unas normas de protocolo independientemente de lo que se piense, y esas reglas, a la vez, pueden ser interpretadas como una expresión de lo que se cree sinceramente cuando a fin de cuentas podría no ser así.
Zizek cita como ejemplo el vínculo jefe-empleado que actualmente está endulzado de amistad y aparente cercanía (en contraste con la relación jerárquica de antaño que era fría y distante).
Para Zizek, con un jefe que parece también amigo de sus subalternos, la posibilidad de rebelarse, de desobedecer es remota, se mira incluso como algo poco educado; por ende, es más fácil ejercer el poder a través de la cercanía.
Fiel a su heterodoxia e irreverencia, Zizek cuenta algunas anécdotas con las que quiere mostrar que cierto nivel de obscenidad es necesario para crear un vínculo más íntimo con las personas. En distintas ocasiones, el filósofo se burló de un sordo, de un par de afrodescendientes y de un nativo estadounidense, y en todas ellas, contrario a lo que supondría el discurso de la corrección política, terminó haciéndose amigo de esas personas.
Criticidad. Porque, a decir del filósofo, la paradoja de lo políticamente correcto es que nos mantiene en un nivel aséptico en nuestras relaciones con los demás, mientras que la obscenidad nos ensucia mutuamente, nos permite “tener un contacto real con los otros”. Aclaro a los lectores que esto no es una apología del insulto, sino un llamado al pensamiento crítico.
Me consta que a menudo se escuchan frases prefabricadas y convencionales, como por ejemplo: “Que gusto verte”, ello puede ser cierto o bien ser el equivalente a significar: “Te detesto, pero prefiero usar la forma sacramental social antes que decir lo que siento realmente e iniciar una batalla que no es útil porque podría necesitarte posteriormente”.
Desde cierto punto de vista, estamos rodeados de discursos, algunos de ellos son dominantes y otros son dominados, cristalizaciones de ideologías organizadas en torno a enunciados dotados de sentido.
Lo políticamente correcto establece no solo lo que se puede discutir, sino el modo de hacerlo; se convierte en un discurso que establece una hegemonía que no es casual, ni inocente. De ahí que quien se aparta de la senda mayoritaria del discurso mayoritario es inmediatamente identificado como contracultural, en el mejor de los casos, o como raro.
Discurso disciplinario. Se verifica una variante que se puede denominar discurso disciplinario. Lo que hay en el trasfondo es simple: estigmatizar, criminalizar opiniones y convertir a los adversarios en enemigos. Esto tiene, al menos, una doble consecuencia: se fija lo correcto y se prohíbe lo incorrecto hasta tal punto que estamos ante personas intolerantes, que solo dividen al mundo entre buenos y malos (maniqueísmo de película de vaqueros de matiné en su mínima expresión), según se piense como ellos o no, y así a menudo como manifestación de esta intolerancia se llevan a cabo “linchamientos” en las redes sociales y en otros ámbitos, con consecuencias muchas veces graves para las víctimas de los manipuladores parapetados detrás de un teclado o de carteles, atizando manifestaciones de colectivos.
Lamentablemente, y demasiado a menudo, los agitadores encuentran respaldo en quienes tienen poder de decisión, ya sea por compartir sus ideas o por temor a quedar expuestos si son denunciados por no hacer lo que se les pide. Son las bambalinas de las relaciones de poder frecuentemente impenetrables.
El punto es que el lenguaje y su manipulación no son capaces de causar un sortilegio y, por mera designación nueva, modificar las realidades más crudas de la condición humana. De nada sirve retorcer los vocablos en una alocada carrera que, pasado un tiempo, deja obsoleto cualquier término que antaño gozara de brillo y esplendor.
El caso más extremo es la ingeniería semántica, una intervención autoritaria que, mediante la creación de un nuevo léxico y la imposición de nuevos significados a las palabras existentes, pretende manipular la sociedad.
La corrección política o el mundo descrito por George Orwell en la novela 1984, con su famosa neolengua, serían claros ejemplos de lo que se discute. Steven Pinker describe la situación con lo que denominó el carrusel de los eufemismos. Una vez que la nueva palabra, un eufemismo de la anterior, es aceptada de forma mayoritaria, acaba adquiriendo la antigua connotación.
Entonces, comienza la búsqueda de un nuevo eufemismo que lo reemplace, cambiando de nuevo la palabra. Y así sucesivamente en un movimiento cíclico, como un carrusel que siempre acaba regresando al mismo lugar.
Puritanismo. Curiosamente, fue un historiador australiano y crítico de arte, Robert Hughes, que amó la cultura de los Estados Unidos y escribió un libro monumental llamado La cultura de la queja, quien denunció que lo políticamente correcto, esa afición por la palabra inofensiva no es una conquista justiciera, sino la victoria de un nuevo puritanismo. Limpiar el lenguaje de toda contaminación racial o sexista, purificar la cultura para remover toda presencia inapropiada no es más que una pose, que no garantiza la sinceridad del artista.
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Como casi siempre aludo a la propia experiencia, y citando una de mis películas favoritas, en este caso Blade Runner (1982), de Ridley Scott, cito en lo conducente una bella línea improvisada por el actor Rutger Hauer en el filme: “He visto cosas que ustedes nunca habrían podido imaginar; naves de combate en llamas en el hombro de Orión. He visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la entrada de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... igual que lágrimas... en la lluvia…”.
El lenguaje es un disfraz, estar expuesto es usarlo sin tapujos. ¿Valentía o locura?, he ahí el dilema. En mi caso, lo que ven es lo que hay.
El autor es abogado.