Toda persona tiene el derecho de creer que es hijo o hija de un dios y que ese dios se preocupa y vela por su vida. Asimismo, está en todo su derecho de vivir su vida según los preceptos de la religión que profesa y de imaginar que existe una vida más allá de la muerte.
Sin embargo, nadie tiene el derecho de imponer sus creencias religiosas a los demás. Cuando esto ocurre, la religión se convierte en una práctica totalitaria: una vez que una persona se convence de que su dios y su fe son los únicos verdaderos, queda a solo un paso de distancia de discriminar, perseguir y condenar a quienes no comparten sus creencias.
No todas las personas alcanzan ese convencimiento y dan ese paso, pero quienes sí lo hacen, experimentan un proceso mediante el cual el raciocinio basado en la duda y el conocimiento es sustituido por un tipo de pensamiento en el que una fe totalitaria es la única fuente de sentido y autoridad.
Soldados. Las personas que pasan por un proceso de este tipo, dejan de considerarse a sí mismas integrantes de la sociedad civil, con los deberes y responsabilidades que esa pertenencia implica, y se asumen como soldados de la fe.
En tal condición, no solo desconocen la humanidad de quienes no comparten sus creencias, sino que rechazan todo lo que se oponga a los dictados de su religión, ya se trate de instituciones, leyes, tratados internacionales, fallos judiciales, derechos humanos o avances científicos.
Para estas tropas de la fe totalitaria, la batalla por imponer sus creencias debe librarse en múltiples frentes: contra las mujeres que se resisten a ser consideradas siervas, contra las parejas no heterosexuales que reclaman el derecho al amor, contra los creyentes que profesan otras religiones y contra los ateos, liberales, izquierdistas y otros enemigos que rinden culto a los falsos ídolos de la razón, la ciencia, la ley y la democracia.
Ciencia. Enfrentar el totalitarismo religioso –cuya base siempre es el odio y no el amor al prójimo– no ha sido ni es una tarea fácil, ya que reivindica un tipo de fe que mueve no solo montañas de intereses creados, sino cordilleras de dinero.
Desde el Renacimiento, por lo menos, ese totalitarismo ha sido desgastado por los avances en el conocimiento científico, que han derribado, una y otra vez, las versiones del origen del universo basadas en la fe.
Poco sorprende que, en respuesta a ese desgaste, el totalitarismo religioso concentre una proporción considerable de sus esfuerzos en atacar permanentemente a la ciencia, a la que procura desacreditar tanto en términos de sus descubrimientos como de los procesos educativos basados en el conocimiento científico.
Educación. Los efectos de ese ataque, en términos del costo para el desarrollo por medio de la afectación que producen en la calidad educativa, han empezado a ser investigados de manera comparada en los últimos años. Recientemente, los profesores Gijsbert Stoet y David C. Geary, a partir de un estudio de ochenta países, mostraron que las naciones con mayores niveles de religiosidad tienen un menor desempeño en ciencias y matemáticas.
Según Stoet y Geary, “debido a la incompatibilidad entre creencias religiosas tradicionales acerca del origen de nuestras especies, algunos profesores podrían sesgar su representación de la teoría de la evolución… o no enseñarla en absoluto”.
Además, indican que “el estudio de la abiogénesis (origen de la vida) y de la reproducción podría entrar en conflicto con creencias religiosas y perspectivas morales”. Finalmente, señalan que “los movimientos de las placas tectónicas pueden ser incompatibles con los relatos bíblicos… de la creación, y el descreimiento en la datación radiométrica puede afectar la interpretación de muchos descubrimientos, incluso aquellos en los campos de la arqueología y la paleontología”.
Democracia. A medida que la democracia empezó a expandirse, desde finales del siglo XVIII, se convirtió en una aliada clave de la ciencia en su lucha contra el totalitarismo religioso, ya que los nuevos Estados nacionales empezaron a limitar la influencia de la religión en la vida pública.
Tal iniciativa era fundamental no solo para asegurar la independencia del aparato estatal, sino para que la ciencia y la tecnología pudieran desarrollarse libremente, sin estar constreñidas por los dictados de la fe.
Dado que la democracia tuvo que responder desde un inicio a las diversas demandas de distintos sectores sociales, se caracterizó por una tendencia incluyente, materializada en la creación de nuevas instituciones y legislaciones, acordes con la ampliación progresiva de los derechos civiles y humanos.
Considerada en esta perspectiva, la democracia, al igual que la ciencia, se convirtió en otro enemigo a muerte del totalitarismo religioso, cuya dinámica se ha basado precisamente en excluir, discriminar y condenar a quienes son diferentes, no en incorporarlos y en asegurar sus derechos.
Secularización. Aunque las religiones libraron una intensa batalla contra la ciencia y la democracia en el período anterior a 1950, poco a poco tuvieron que adaptarse a los crecientes procesos de secularización social.
No fue solo que algunas sociedades se volvieron menos religiosas que nunca antes, sino que amplias proporciones de creyentes aprendieron que podían mantener su fe y, simultáneamente, ser tolerantes con quienes no compartían sus creencias, aceptar los avances en el conocimiento científico e identificarse con la indispensable separación que debe haber siempre entre religión y política.
También esos creyentes lograron considerar críticamente las posturas de sus líderes religiosos, concordar con ellos cuando sus prédicas defendían los valores democráticos y los avances científicos, discrepar de ellos cuando no lo hacían, y cuestionarlos cuando era claro que utilizaban la religión simplemente para alcanzar el poder o acumular riqueza.
Conciliación. Múltiples factores y condiciones influyen en que un creyente culmine con éxito el proceso de negociación entre su fe y su razón, de manera que al final pueda conciliar sus creencias religiosas con los avances científicos y las nuevas demandas democráticas.
De las personas que intentan esa conciliación, no todas la logran, y algunas ni siquiera tratan de alcanzarla. Para vivir, necesitan no una fe que preserve el libre albedrío, sino una religión que absorba completamente sus vidas y no deje espacios para incertidumbres, diversidades, cambios ni disensos.
Al no poder conciliar razón y fe, esos creyentes encuentran en el totalitarismo religioso una opción de vida que, en vez de exigirles saber ser libres –con todas las responsabilidades que el ejercicio de la libertad demanda–, los convence de vivir como “siervos menguados”.
Alcance. Dado que la intención del totalitarismo religioso siempre es convertir la fe en un asunto de Estado, para lo cual necesita debilitar o eliminar las restricciones legales y constitucionales que prohíben utilizar la religión para hacer política, es obligación de la sociedad civil asegurar que la separación entre religión y política se mantenga y se fortalezca.
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También compete a la sociedad civil velar por que prevalezca la neutralidad estatal en materia religiosa (aun cuando el Estado sea confesional) y proteger la ciencia, la educación, la salud pública, la democracia y los derechos humanos de las acometidas de una fe totalitaria.
Por último, es responsabilidad de la sociedad civil promover, por todos los medios a su alcance, una concepción democrática de la religión, en la que se reconoce y garantiza el derecho que cada quien tiene de creer en lo que quiera o de no creer en nada.
El verdadero amor al prójimo empieza por reconocer el derecho de los demás a ser, pensar, vivir y amar de manera diferente, un reconocimiento que, por su naturaleza misma, está completamente fuera del alcance de la religión totalitaria.
El autor es historiador.