La desesperanza es la peor consejera de los pueblos. Desengaños alimentados por abandonos llenan la copa hasta el desborde. La necesidad de cambio se puede convertir en una apuesta contra la sensatez. Cuando los partidos sacan de las encuestas idéntica narrativa, la ilusión de cambio florece donde la insatisfacción encuentra eco. Mientras más iracundo, mejor. ¿Cómo, si no, entender la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil?
No existe posibilidad de exceso al describir sus obscenas patologías políticas. Ese Trump paulista se mantuvo 27 años diciendo barbaridades como diputado. Pero sus bravuconadas ya no dan risa porque están transformadas en peligros inminentes. Lo peor es posible. Alguno de sus prejuicios puede traducirse en política pública amenazante. Es el Halloween brasileño con máscaras de espanto incluidas. Brasil y el mundo deben tomar nota de sus nefastos dogmas ideológicos: abiertamente homófobo, furiosamente misógino y en extremo racista, hace apología de la tortura y se relame con la nostalgia de feroces dictaduras militares del oscuro pasado brasileño. Una aventura militar contra Venezuela no puede excluirse.
Esa pesadilla de ayer es el espectro de mañana. En mayo, la encuesta A Cara da Democracia no Brasil muestra que el 53 % de la población justificaría un golpe de Estado militar como respuesta al crimen y un 47 %, contra la corrupción. Por otra parte, la satisfacción con la democracia se desploma con apenas un 19 %. La confianza en los partidos políticos llega apenas a un 7 %, contra el 50 % que sí confía en las fuerzas armadas.
Clima será víctima. No es cualquier pequeña república bananera donde ocurren esos desabridos, sino en la primera economía de América Latina. Todo un subcontinente que aloja el mayor pulmón del planeta, lo ofrece ahora, con Bolsonaro, como presa de la expansión sin rienda de la agroindustria brasileña. Entre Bolsonaro y Trump, desfallece, sin remedio, la lucha contra el cambio climático.
¿Hasta qué grado de indignación tiene que llegar un pueblo para pasar por encima de semejante expediente ideológico y abrir con el voto el espectro real de cambios catastróficos? En Brasil, el incendio se alimentó de corrupción y abandono.
La historia de Brasil está marcada por alternancias entre democracia y dictadura. El último período democrático tiene escasos 30 años. Ese breve espacio difícilmente puede generar impronta cultural. Pero si la democracia no tiene raíces profundas, la corrupción sí.
Desde la Constitución de 1988, transcurrieron cuatro gobiernos. Dos de sus presidentes fueron acusados y otro, Lula, está en la cárcel. Pero es toda la clase política la que se ha visto envuelta en escándalos, desde el gobierno central hasta los estatales y municipales.
Curiosamente, en la administración de Cardoso, Brasil enfrentó de forma ejemplar sus problemas fiscales. Un aumento de impuestos venía vinculado con un sistema de estímulos fiscales a la producción y la creación de empleo, condicionados al encadenamiento productivo, la inversión en zonas de menor desarrollo y la innovación tecnológica. Es la Lei do bem. Cardoso reconoció que aumentos impositivos deben estar acompañados siempre de estímulos productivos.
La oposición a su reforma fue mínima al mostrar cómo los nuevos recursos serían empleados en crecimiento económico, no solo en alimentar pago de planillas. Brasil creció y el siguiente gobierno usó los nuevos recursos para aumentar la inversión social, no siempre exenta de corrupción. Pero el estímulo productivo dejó de ser prioridad y Brasil terminó en la peor recesión de su historia.
Escándalos. Las empresas estatales, en especial la petrolera, alimentaron amplias redes de corrupción en todo el aparato estatal. Un sistema de coimas, prebendas y sobornos permeó la administración, como componente intrínseco de la función pública (recomiendo encarecidamente El mecanismo, en Netflix).
Dos casos impactaron el mundo, el Lava Jato y los sobornos de Odebrecht. Esos escándalos alimentaron la ola de furor ciudadano que llevó la bravuconería a la victoria.
Pero esa no fue su única ola. En Brasil también existe un mapa muy parecido al que se dibujaba en Costa Rica en las elecciones de primera ronda: dos Brasiles, como dos Costa Ricas y, en ambas, la fuerza política de las sectas religiosas de la Teología de la Prosperidad, pescando en las aguas olvidadas de los perdedores de la globalización. Desde el 2010, un evangelista, Marcelo Crivella, es alcalde de Río de Janeiro. Otro, Edir Macedo, obispo de la Iglesia Universal, es dueño de la segunda televisora del país. Los neopentecostales están en todas partes: en el aparato judicial, en el legislativo con 90 diputados, en la Policía y en las Fuerzas Armadas.
Brasil no es un caso aislado de democracia enferma. La peste de la insatisfacción política se expande por el globo. El brexit del Reino Unido todavía no es capítulo cerrado, y en Italia la Unión Europea se enfrenta ahora a un peligro mucho mayor que el que tuvo con Grecia. El populismo del norte privilegiado y el populismo del sur abandonado lograron hacer gobierno con una premisa de euroescepticismo común.
Su abultado presupuesto deficitario se enfrenta en curso de colisión con el ya anunciado “veto” comunitario. Una crisis en Italia, el tercer mercado de bonos del planeta, estremecería todos los cimientos de la estabilidad financiera internacional.
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Parteaguas. Todo ocurre al tiempo que Estados Unidos se apresta a elecciones legislativas de medio período. Esa es la agenda más importante de la política mundial porque podrán ser un parteaguas del actual mandato o marcarán una continuidad que amenace al mundo con una segunda administración Trump. Algunos dicen que es un referendo frente a Trump. Yo pienso que también es un referendo de la resiliencia de la institucionalidad estadounidense. Más importante aún, no se vislumbran en el horizonte político internacional ideas fuertes que nos rescaten de la ira ciega del descontento.
La autora es catedrática de la UNED.