OXFORD – La ley alemana contra el odio en las redes sociales –según la cual las plataformas sociales como Facebook y YouTube podrían ser multadas, dentro de las siguientes 24 horas de la recepción de una notificación, con 50 millones de euros ($63 millones) por cada publicación “obviamente ilegal”– ha sido una ley controvertida desde un principio. Después de que entró en pleno vigor en el mes de enero, hubo enormes protestas de críticos de todo el espectro político quienes argumentaban que dicha ley era una incitación a la censura. Protestaban porque el gobierno estaba renunciando a sus poderes para otorgarlos a intereses privados.
Por lo tanto, es pertinente plantear la siguiente pregunta: ¿Es este el comienzo del fin de la libertad de expresión en Alemania?
La respuesta es por supuesto que no. Sin duda, la Netzwerkdurchsetzungsgesetz (o NetzDG) de Alemania es la regulación más estricta de su tipo en una Europa que cada vez está más molesta con las poderosas compañías de redes sociales de Estados Unidos. De hecho, los críticos sí tienen algunos puntos válidos sobre las debilidades de la ley; sin embargo, las posibilidades de libre expresión seguirán siendo abundantes, incluso si algunas publicaciones se eliminan por error.
La verdad es que la ley envía un mensaje importante: las democracias no permanecerán en silencio mientras sus ciudadanos estén expuestos a discursos e imágenes de odio y violencia –contenidos que, como sabemos, pueden estimular el odio y la violencia en la vida real. Negarse a proteger al público, especialmente a los más vulnerables, de contenidos peligrosos publicados en nombre de la “libertad de expresión” que en realidad están al servicio de los intereses de aquellos ya privilegiados, comenzando por los intereses de las poderosas empresas que impulsan la difusión de información.
La expresión siempre ha sido filtrada. En las sociedades democráticas, todos tienen derecho a expresarse dentro de los límites de la ley, pero a nadie se le ha garantizado un público. Para tener un impacto, los ciudadanos siempre han tenido que apelar –o pasar por alto– a los “guardianes” que deciden cuáles causas e ideas son relevantes y vale la pena amplificar, ya sea a través de los medios de comunicación, las instituciones políticas o la protesta.
Lo mismo es válido hoy en día, excepto que los guardianes son los algoritmos que filtran y clasifican automáticamente todas las contribuciones. Por supuesto, los algoritmos se pueden programar en la forma que las empresas lo quieran, lo que significa que pueden otorgarle una valoración extra, es decir una prima, a las cualidades que son comunes entre los periodistas profesionales: credibilidad, inteligencia y coherencia.
Pero, las plataformas de redes sociales de hoy son mucho más propensas a priorizar el potencial de ingresos publicitarios por encima de todo. Por lo tanto, aquellos que hacen más ruido son a menudo recompensados con un megáfono, mientras que a las voces menos polarizadas y menos privilegiadas se las ahoga, incluso si proporcionan perspectivas inteligentes y matizadas que realmente pueden enriquecer las discusiones públicas.
Si el algoritmo no hace el trabajo de silenciar a las voces menos privilegiadas, quienes trolean en línea a menudo intervienen, dirigiendo el discurso de odio y amenazante a quien ellos elijan. Las mujeres y las minorías son particularmente propensas a ser víctimas de acoso en línea, pero cualquiera puede ser blanco. El bloguero alemán Richard Gutjahr, por ejemplo, se convirtió en objeto de teorías de conspiración y blanco de acoso intenso tras estar presente en dos atentados que ocurrieron con diferencia de dos semanas.
Las víctimas de acoso en línea a menudo responden con autocensura, y muchas, con una sensación de que su seguridad, e incluso su autoestima fueron erosionadas, consecuentemente se retiran por cuenta propia y por completo de las redes sociales. En este sentido, cuando ofrecen protecciones generales en nombre de la “libertad de expresión”, los países en realidad privilegian el discurso de odio. Pero, ¿por qué deberían los derechos de una víctima valer menos que los derechos de sus acosadores?
En una democracia, los derechos de los muchos no pueden sostenerse a expensas de los derechos de unos pocos. En la Era de los algoritmos, el gobierno debe, más que nunca, garantizar la protección de las voces vulnerables, incluso equivocándose en algunas ocasiones al inclinarse hacia el lado de las víctimas. Si las personas ya vulnerables son perseguidas por turbas de extremistas y agresores, es completamente comprensible que tengan miedo a momento de dar su opinión. Si eso sucede, la muerte de la “libertad de expresión” está decretada.
No todos los críticos de NetzDG cuestionan esta evaluación: algunos coinciden en que la expresión de los vulnerables necesita protección adicional. Pero, sostienen que ya se establecieron las medidas de protección necesarias. Al fin y al cabo, ya se prohibieron los insultos graves y la incitación al odio y la violencia, y se puede enjuiciar a los autores de los mismos. El presidente francés, Emmanuel Macron, por ejemplo, está a favor de centrarse en el fortalecimiento de la capacidad del sistema judicial para lidiar con el discurso de odio y la desinformación.
Pero, en la era digital, la velocidad es decisiva. La tecnología es instantánea y las publicaciones en línea se pueden compartir ampliamente en cuestión de minutos. Las instituciones democráticas se mueven con bastante lentitud –demasiado lento como para que la policía y los tribunales sean efectivos en la lucha contra quienes trolean y diseminan odio en línea–. Y, muchas víctimas no están en posición de contratar un abogado de alta calidad, como lo hizo Gutjahr. Depender solamente de las instituciones más complejas del Estado no es una estrategia efectiva para proteger la libertad de expresión en las redes de comunicación digital de hoy en día.
El discurso de odio y otros tipos de contenido peligroso e ilegal deben ser atacados en la fuente. Por un lado, existe la necesidad de una mayor alfabetización mediática por parte de los consumidores, a quienes se les debe enseñar, desde una edad temprana, acerca de las consecuencias en el mundo real del discurso de odio en línea. Por otro lado –y esto es lo que NetzDG intenta cerciorarse de que ocurra– las plataformas de redes sociales deben garantizar que sus productos se diseñen de forma que fomenten el uso responsable.
Pero, esto no se logra mediante una solución rápida. Por el contrario, exige un replanteamiento fundamental de los modelos comerciales que facilitan e incluso recompensan el discurso de odio. No se puede permitir que las empresas se beneficien del contenido dañino, a la vez que se encogen de hombros ante la responsabilidad por las consecuencias que conlleva dicho contenido. En cambio, dichas empresas deben revisar sus algoritmos de forma más efectiva y escrupulosa con el propósito de marcar el contenido que los seres humanos deberían vigilar y evaluar, a la par de infundir en todas sus decisiones empresariales la toma de conciencia de su responsabilidad en la lucha por el logro de una verdadera libertad de expresión.
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Esto puede contradecir la lógica comercial simple de hacer lo que maximice las ganancias y el valor para los accionistas. Pero esto es, sin duda, lo mejor para la sociedad. El gobierno alemán tiene razón al presionar a que las empresas vayan por la dirección correcta.
Alexandra Borchardt es directora de Desarrollo Estratégico en el Reuters Institute for the Study of Journalism. © Project Syndicate 1995–2018