Isaac Newton supo sacar provecho al confinamiento impuesto por la pandemia de peste bubónica, y en poco tiempo produjo maravillas para la ciencia, entonces llamada filosofía natural.
Su magna obra Philosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la ciencia), publicada en 1687, y el invento del cálculo infinitesimal hicieron que el conocimiento científico se montara en un veloz tren.
Una historia apócrifa dice que la caída de una manzana (algunos agregan que hasta lo golpeó en la cabeza) lo condujo a pensar en cuál era la fuerza que estaba en operación. Y reflexionó sobre si esa fuerza (la gravedad) actuaba igualmente si la manzana estaba en una rama baja o en una alta, o también sobre algo tan alejado como la Luna y el resto de los astros.
Antes, nadie se había planteado esas preguntas, pues se consideró que la Luna no tenía peso y se movía tranquila sobre un sendero natural. Sin embargo, con el invento del telescopio se comprobó que era un objeto pesado, pesadísimo, y si no caía era porque algún fenómeno desconocido estaba operando.
Newton, que nació un 25 de diciembre, siempre consideró que Dios le había encargado descubrir buena parte de las leyes con que dotó a la naturaleza. Para Newton, no había contradicción entre religión y ciencia, y consideró que Dios había diseñado el cosmos “with ye greatest simplicity” (de la manera más simple).
Pensó que era razonable esperar que esa fuerza que se trajo al suelo la manzana fuera más débil conforme más alejado estuviera el objeto por jalar, al igual que la luz de una lámpara o el sonido de un tren en marcha es menor conforme más alejados estén del observador.
Pero ¿cómo opera exactamente esa debilidad? Después de muchas observaciones y cálculos, concluyó que el fenómeno seguía la regla del inverso del cuadrado de la distancia. Así, la fuerza de atracción que ejerce un objeto situado al doble de distancia de otro no es la mitad de la que opera para este, sino la cuarta parte. Y la de uno diez veces más alejado, una centésima.
Newton también reconoció que todo objeto en movimiento lo hace en línea recta, si nada se le opone. Consideró que una fuerza tiende a alejar a la Luna de la Tierra, pero esta ejerce igual fuerza de atracción sobre ella, de modo que se produce un interesante equilibrio.
Si de un momento a otro la Tierra dejara de ejercer atracción sobre la Luna, esta saldría disparada, por la tangente, en línea recta, como el martillo que suelta un atleta olímpico. Si la Luna no estuviera sujeta a una fuerza centrífuga, caería sobre la Tierra.
Así es como actúan los satélites, tanto el que acompaña a la Tierra como los de Saturno y los otros planetas del sistema solar. Pero la Luna, que no posee luz propia sino que refleja la del Sol, tiene otra linda característica: al bailar alrededor de la Tierra, gira a la misma velocidad sobre su propio eje, de modo que siempre nos muestra una misma cara, la bonita, pues en la otra tiene una serie de golpes causados por objetos espaciales que han chocado contra ella desde su nacimiento.
Su baile alrededor de la Tierra no es en forma de círculo, pues no sería tan elegante, sino de elipse, de modo que a veces está más cerca de la Tierra (221.330 millas en su punto mínimo) y otras más alejada (252.548 millas en el máximo). No en vano un toro se enamoró de la luna liberiana y por las noches abandona la manada para contemplarla.
El hombre moderno entendió lo que, respecto a fuerzas, se requiere para que funcione un satélite natural, y entonces procedió a construir artificiales y a llenar el cielo de aparatos. Unos son para ayudar al sistema de Internet; otros, para espiar y para cuanta cosa se pueda uno imaginar.
El hecho es que el espacio celeste alrededor de la Tierra está lleno de satélites artificiales, muchos son visibles al anochecer desde cualquier punto oscuro de la Tierra, y pronto serán cientos de miles que podrían chocar entre sí o ser destruidos por meteoros o cometas. Vea “Vast satellite constellations are alarming astronomers”, publicado por The Economist el 25 de noviembre.
El resultado es que hasta de la zona del cielo más cercana a la Tierra hemos hecho un basurero.
El autor es economista.