Apenas Maradona le ganó el salto a Shilton, el narrador Víctor Hugo Morales vio claramente que el gol había sido con la mano. Lo dijo de inmediato. Alejandro Ojeda capturó la evidencia con el lente de su cámara fotográfica y Maradona lo reconoció posteriormente, pero Morales dice “mano”, incluso antes de gritar “gol”.
Luego, apenas 20 segundos después de cantarlo, lo repite: “Con la mano, para mí”. Pasan otros 16 segundos y describe los airados reclamos de los ingleses como “justificadas protestas para mí”. Otra vez el atenuador “para mí”.
Sabe que lo que dice no es lo que su audiencia quiere escuchar. Dos segundos después, procura conciliar su honradez con su lealtad tribal: “El gol fue con la mano, lo grito con el alma, pero tengo que decirlo, es lo que pienso”. Está en un dilema entre lo que vio y lo que sabe que esperan que diga.
Acto seguido, opta por una salida usual: trasladar la responsabilidad. Aunque sabe lo que vio, pide al estudio central en Buenos Aires que verifique lo que él ya sabe, pero le pesa decir. No hay respuesta inmediata y entonces apostilla: “Que Dios me perdone lo que voy a decir contra Inglaterra hoy, aun así, con un gol con la mano, qué quiere que le diga”.
Justo en ese momento interviene la voz del verificador solicitado: “Con la cabeza, Víctor Hugo, con la cabeza, no hay ninguna duda”. Como él tiene claro que no es así, pero no se atreve a contradecirlo, tímidamente responde con una pregunta: “¿Con la cabeza?”. “Sí, señor, con la cabeza en el replay”, contesta la voz investida de autoridad tecnológica, a lo que sigue la claudicación del comunicador: “De acuerdo, bien, entonces, tendré que corregir la plana de todo lo dicho”.
Pero no se queda ahí, y añade el subterfugio periodístico de quien sabe que algo no es cierto, pero, como tiene que decirlo, lo hace dejando claro que solo traslada lo que otro dijo: “Argentina está ganando por 1 a 0 (…) y me dice Ricardo Scioscia de estudios centrales que el gol fue de cabeza y no con la mano. Bien”.
Falseamiento consciente
Es solo un minuto y treinta segundos de transmisión, pero ejemplifica perfectamente uno de los tipos —no el único— de expresión de la posverdad: aquel en el que se niega incluso lo sensorialmente perceptible, no por un sesgo cognitivo sino por razones identitarias.
Igual que en el experimento de Schaffner y Luks (Misinformation or Expressive Responding? What an Inauguration Crowd Can Tell Us about the Source of Political Misinformation in Surveys), en el que se muestra a simpatizantes de Trump dos fotografías, una de la toma de posesión de Obama en el 2009 y otra de la de Trump en el 2017, la segunda con, evidentemente, mucha menor concurrencia que la primera (menos de la mitad, de hecho), y, a pesar de ello, contestan conforme a lo que Kellyanne Conway llamó “hechos alternativos”: aunque “inobjetablemente” hay muchas más personas en la primera fotografía, declaro contra mis sentidos que se ven más en la segunda.
Ver como válido un gol de mi equipo que no debió serlo es muy comprensible. En momentos emocionalmente intensos podemos ver lo que queremos ver. Más aún si esa emocionalidad es colectiva. Y todavía más si, como en el caso de ese juego de cuartos de final de México 86, la emocionalidad colectiva de los argentinos está moralmente excitada por el combustible de un sentimiento de afrenta nacional por la guerra de las Malvinas.
Pero ese no es el caso de Víctor Hugo Morales, ni de muchos que, como él, seguramente pudieron ver, antes incluso de que la bola cruzara el marco, que Diego la impulsó con la mano. Ese no es el caso, tampoco, de ningún hincha argentino concluido el partido, porque, tras ver la repetición y oír las declaraciones del propio Maradona, es imposible seguir atribuyendo su error a una febril pasión futbolera que les nubla la vista.
La razón es identitaria y, en casos como estos, no obedece a un sesgo cognitivo que zancadillea la percepción, sino a una razón social, de adhesión a un grupo, que crea un incentivo lo suficientemente fuerte como para falsear conscientemente lo que se sabe.
Forma de insultar
En el caso de la toma de posesión de Trump, la conclusión de los investigadores es que esas personas ven claramente que en la foto del 2009 hay más gente, pero dicen lo contrario como una forma de insultar o irritar a sus adversarios.
No están desinformados, lo que pasa es que la verdad les importa un comino. ¡Ojalá la posverdad se redujera a un problema de desinformación! En el caso de Morales, la motivación es distinta, pero del mismo género: el sentido de pertenencia (probablemente intensificado en su caso como uruguayo que hizo de Argentina su hogar) que para Elisabeth Noelle-Neumann está en la base de la opinión pública como “nuestra piel social”, el potente anhelo de aceptación, el pavoroso temor al aislamiento y la consecuente “espiral del silencio” que acaba amordazando al locutor deportivo.
En ambos casos, cuando ya no hay forma de desentenderse de los hechos, se los reinterpreta, quitándoles toda su relevancia frente a una “verdad” por encima de ellos. No importa que hubiera más gente en la asunción de la presidencia de Obama, porque la verdad es que ese fue el presidente de la élite cosmopolita de Washington y de las minorías, mientras Trump es el genuino representante de nosotros, el auténtico pueblo.
No importa que el gol fuera con la mano, porque la verdad es que se hizo justicia frente a esos colonialistas que nos robaron las Malvinas. Lo factual, inicialmente negado, puede acabar reconociéndose, pero se le resta toda la importancia frente a una “verdad superior”.
La célebre expresión “la mano de dios”, con la que hoy se identifica aquel gol, es muy reveladora, porque permitirle a alguien establecer verdades contrarias a los hechos que uno mismo puede constatar con sus sentidos y con la razón (que es la forma como decidimos si es el momento de cruzar una calle o si es seguro comernos un alimento que lleva muchos días en la refrigeradora) es idolatrarlo.
Es concederle un enorme poder sobre nuestras vidas y postrarse ante él. Algo penosamente indigno para toda persona racionalista y teológicamente inaceptable para todo creyente, que no debería reconocerle a ningún mortal semejante prerrogativa.
Todos los ídolos tienen pies de barro
Sin embargo, ocurre. Ocurre con una frecuencia asombrosa, por dos razones. Primero, porque, como observó con agudeza Calvino, “el corazón humano es una fábrica permanente de ídolos”. Mucha ilustración y mucha revolución, pero nos fascina andarnos arrodillando ante cualquier patán. Y segundo, por la naturaleza típica de los ídolos, que es canalizar las pasiones, principalmente las bajas pasiones, de nosotros los seres humanos.
Por eso aun y cuando, como Maradona a los hinchas argentinos o Trump a sus fanáticos, el ídolo no nos aporte ningún beneficio material, no nos haga ser mejores ni nos ayude a superar ninguno de los graves problemas que arrastramos, nos provee el desahogo de la venganza simbólica, la reivindicación de nuestra identidad humillada.
Es su estulta manera de desmoralizar una sociedad. La vuelve cínica y de espíritu canalla. Mentí, pero es lo de menos, porque mintiendo gané, mintiendo me vengué, mintiendo saldé cuentas; después de todo, la justicia no es más que eso, un ejercicio contable de viejos agravios por cobrar.
Es entonces cuando resultan inapreciables los predicadores como Las Casas, que le digan a su pueblo las atrocidades que perpetran contra aquellos a los que supuestamente están evangelizando; intelectuales como Arendt, que recuerden a los suyos que no solo han sido víctimas, sino también, en muchos casos, colaboracionistas de sus verdugos; y periodistas como Seymour Hersh, que les contó a los estadounidenses que, en la cruzada de su gran nación por la libertad, masacraban civiles en Vietnam y torturaban presos en Irak.
Cultores de la parresía griega, que no solo le digan al rey que está desnudo (y que, como suele ocurrir, el espectáculo que ofrece es estéticamente deplorable), sino que no teman ser el “enemigo del pueblo” de Ibsen, por decir lo que va en contra de los intereses e incluso de la sensibilidad de muchos.
Sapos, aguafiestas, majaderos que no entienden lo rico que es sentirse arropado por las masas o lo catártico que es sacarse un clavo, y que andan incordiando con sus hechos y preguntas justo cuando estamos desahogando todo el rencor acumulado con ese placer que da reventar a otros sintiéndonos, a la vez, víctimas que no hacen más que defenderse de sus agresiones.
El ídolo es transitorio. Todos, siempre. Desde que el mundo es mundo, los ídolos tienen pies de barro. Por eso, derramar el alma en su altar es una de las cosas más tontas que puede hacer un ser humano. Porque pasará, por mucho poder que hoy tenga para aplastar la verdad, como lo tuvo Stalin para incluso borrar de las fotos a Trotski o encumbrar al ignorante de Lysenko a rector del pensamiento científico en la Unión Soviética.
En palabras de Arendt, aunque “la fuerza de la verdad está siempre temporalmente sometida al poder de la mentira organizada (…) el poder mismo es mucho más caduco que lo verdadero, cuya fuerza procede del poder de lo fáctico y de su permanencia. Cuando se ha desmoronado el cúmulo de las mentiras manipuladas, el poder se viene abajo”.
Al final solo queda un patético montón de escombros por los suelos, y, vaciados de sí, todos aquellos que traicionaron su fondo insobornable para unirse a una comparsa con obsolescencia programada.
El autor es abogado.