NUEVA YORK – El mes pasado en Buenos Aires, Elizabeth, una mujer de 34 años y madre de dos hijos, murió después de insertar perejil en su cuello uterino en un intento desesperado por inducir un aborto. Días antes, el Senado de Argentina derrotó, por un margen muy estrecho, legislación que hubiera legalizado el aborto en las primeras 14 semanas de embarazo. Si ese proyecto de ley hubiese sido aprobado, Elizabeth podría estar viva hoy. En cambio, ella es parte de una estadística sombría: es una de las más de 40 mujeres argentinas que morirán este año por abortos fallidos.
El 28 de setiembre, activistas de todo el mundo conmemoraron el Día de Acción Global por el acceso al Aborto Legal y Seguro, una oportunidad para llorar a quienes han muerto por las opresivas leyes antiaborto. Pero es también un día para difundir un mensaje en nombre de Elizabeth y de otras mujeres como ella: el aborto, si bien en muchos países es un tema político divisivo, es simple y llanamente un hecho de la vida real.
Cada año, un 25 % de todos los embarazos –cerca de 56 millones– son interrumpidos. Los abortos ocurren en todos los países y dentro de cada una de las clases socioeconómicas. En Estados Unidos, el 61 % de los pacientes que abortan tienen alrededor de 20 años, el 59 % ya son madres y cerca de dos terceras partes se identifican como personas vinculadas a una organización religiosa. Sin embargo, el aborto es más común en los países en desarrollo, donde el acceso a los servicios de planificación familiar es a menudo limitado. De hecho, un asombroso 88 % de los abortos en el mundo ocurren en el sur global.
El aborto es un procedimiento seguro que se convierte en peligroso cuando está legalmente restringido. Solo alrededor del 55 % de todos los abortos llevados a cabo cada año son seguros, y las complicaciones derivadas de procedimientos riesgosos –que son las únicas opciones disponibles para las mujeres que viven en lugares donde se criminalizan los métodos eficaces– causan unos siete millones de hospitalizaciones y matan a 47.000 mujeres cada año.
La lucha por un aborto seguro tiene siglos de antigüedad. Si bien los métodos variaban, el aborto era una práctica normal –y a menudo aceptada– en la China, el Egipto, la Grecia y la Roma de la antigüedad. Fue en el siglo diecinueve que las élites católicas y coloniales propagaron leyes antiaborto para controlar la sexualidad, los cuerpos y las vidas de las mujeres.
Pero, contrariamente a la opinión popular, la criminalización no reduce la cantidad de abortos, solo hace que sea más peligroso realizarlo. En América Latina y el Caribe, donde el procedimiento está prohibido o restringido, las tasas de aborto, y de las complicaciones resultantes, se encuentran entre las más altas del mundo. Por el contrario, en América del Norte y Europa occidental, donde el aborto es legal y ampliamente accesible, las tasas de aborto son comparativamente bajas y la seguridad es alta.
Además, cuando se despenaliza el aborto, las tasas de mortalidad disminuyen y las lesiones maternas desaparecen casi de la noche a la mañana. Por ejemplo, un año después de que Rumanía despenalizó el aborto en 1990, las muertes maternas causadas por abortos se redujeron a la mitad, mientras que en Sudáfrica las muertes cayeron un 91 % en los primeros cuatro años después de la aprobación de la Ley sobre la Interrupción Voluntaria del Embarazo de 1996. Sencillamente, no hay ninguna razón médica por la cual una mujer tendría que arriesgar su vida para poner fin a un embarazo no deseado.
Alentados y fortalecidos por estas estadísticas, los activistas de derechos humanos de todo el mundo están exigiendo cambios a las leyes nacionales sobre el aborto, y desde el 2000, más de 30 países han liberalizado su enfoque al respecto. En mayo pasado, los votantes en Irlanda derogaron la prohibición del aborto en el país, una victoria significativa en una sociedad tan profundamente influenciada por la fe católica. Incluso en la Argentina, las esperanzas se mantienen altas. Las encuestas de opinión muestran un fuerte apoyo al derecho al aborto, y la aprobación del proyecto de ley que podría haber salvado la vida de Elizabeth fracasó por tan solo siete votos.
Aun así, la lucha está lejos de terminar. A escala mundial, las búsquedas en Internet de misoprostol, un medicamento que usan las mujeres para inducir el aborto de manera segura, están aumentando. En Sudáfrica, solo alrededor del 5 % de las clínicas y hospitales públicos ofrecen abortos, y un tercio de las mujeres aún ni siquiera saben que el aborto es legal.
En Marruecos, entre tanto, las mujeres que hacen campaña a favor del derecho al aborto son arrestadas y hostigadas. En Estados Unidos, los activistas se están preparando para una reversión de la libertad reproductiva, tras la elección a la Corte Suprema del juez Brett Kavanaugh.
La oposición más feroz al derecho al aborto tiene su origen en la Iglesia católica y otras fuerzas conservadoras, y tiene consecuencias directas tanto para las mujeres como para los sistemas de salud de sus países. Investigaciones recientes realizadas por mi organización, International Women's Health Coalition, hallaron que en más de 70 jurisdicciones de todo el mundo, incluidos 45 Estados estadounidenses, los proveedores de servicios de salud pueden negar el aborto a pacientes basándose simplemente en las creencias personales de los médicos.
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Esas restricciones son inconcebibles. El aborto es parte de la vida de las mujeres. Es hora de que los gobiernos escuchen a los millones de mujeres que exigen justicia reproductiva y autonomía corporal. Las leyes deben reconocer y garantizar el derecho de la mujer a la atención sexual y reproductiva. Se debe hacer que los servicios sean financiera y médicamente accesibles. Las mujeres en todas partes –independientemente de su edad, raza, origen étnico, orientación sexual o afiliación religiosa– deben tener acceso a servicios de aborto seguro.
Elizabeth nunca tuvo estas oportunidades y millones de mujeres en todo el mundo están en la misma posición. A menos y hasta que eso no cambie, en la vida de cada una de ellas subyace una tragedia en potencia.
Françoise Girard es presidenta de la International Women’s Health Coalition. © Project Syndicate 1995–2018.