La zozobra social se ha ido convirtiendo en protagonista cotidiana de acontecimientos noticiosos. Sus manifestaciones existenciales son base de un deterioro democrático devenido en flagelo universal. Los descontentos que derivan muchas veces en violencia callejera y represión indiscriminada se acompañan de crisis de representación política, polarización y populismos de izquierda y derecha.
En todos los horizontes, aparece la mirada contrastante que nos regaló Percy Shelley, cuando en 1821 y contemporáneo con la independencia de Centroamérica, escribía que “tenemos más conocimiento científico y económico del que podemos aplicar para la justa distribución de la riqueza que su aporte multiplica”.
Han pasado 202 años y aquellas palabras siguen siendo fiel reflejo de la realidad. Con ese alegato, Percy reprochaba el vacío de la ética social en los asuntos públicos.
Matthew Desmond es más contemporáneo, pero su estudio no difiere del contraste civilizatorio de Shelley. En un reciente artículo en el New York Times (9/3/2023), dijo que desde 1970 la ciencia logró el mapeo del genoma humano, la viruela fue erradicada, la tasa de mortalidad infantil bajó el 70 % y en los países más avanzados la población ganó más de diez años de vida.
Nació la internet, proliferaron las redes sociales y, con ellas, máquinas traductoras universalizaron la capacidad individual de comunicación con el planeta entero. Se descubrió el calentamiento del planeta y con él un nuevo peligro existencial.
Como Shelley, también ahora podemos decir que la multiplicada capacidad de producción de riqueza es solo comparable con la igualmente multiplicada deficiencia de su distribución. Desmond hace un contraste shelleiano entre esos avances de la ciencia y la economía frente a la vida social: “En el problema de la pobreza, sin embargo, no ha habido ninguna verdadera mejoría, sino un largo estancamiento”.
Estándares de vida
Desmond se refiere en este punto a la estadística oficial del umbral de pobreza del gobierno federal de Estados Unidos. Ahí aparece que en 1970 el 12,6 % de la población estadounidense era pobre. En 1990, la pobreza había incluso crecido al 13,5 %. Nada de extrañar en un período de introducción prístina del neoliberalismo, que llevó la pobreza hasta el 15,1 % en el 2010.
Desde entonces, y sin mencionar los estragos de la pandemia —en uno de los países que peor la enfrentó— ni el alivio pasajero de paquetes de subsidios, el gráfico de la pobreza en Estados Unidos es como una línea de suaves colinas ondulantes: “Se curva ligeramente hacia arriba, luego ligeramente hacia abajo, y luego de nuevo hacia arriba a lo largo de los años, manteniéndose invariable durante administraciones demócratas y republicanas”.
Obviamente, conforme pasan los años, los estándares de vida han variado. Ciertos bienes de consumo, reputados antes de lujo, como celulares, televisión y microondas, son ahora de acceso prácticamente universal. Esto no significa, sin embargo, que su fácil adquisición haya disminuido el umbral de pobreza.
Por una parte, tienen mucho que ver la globalización y la importación masiva de productos chinos, ahora más asequibles. Pero, como constata Desmond, “tener un celular no garantiza vivienda, atención médica y dental o cuidado infantil”. Tampoco, diría yo, alimentación, educación de calidad y, en Estados Unidos, calefacción en invierno.
Es así como mientras los salarios reales no aumentan desde 1980, en los últimos 20 años los precios de combustibles y los servicios públicos se incrementaron un 115 % en las zonas urbanas.
De hecho, existe un notable contraste entre el abaratamiento de bienes de consumo y el encarecimiento de bienes y servicios esenciales. Una forma de describir esa parálisis civilizatoria de la ética social la hacía Michael Harrington hace 60 años: “En Estados Unidos es mucho más fácil estar decentemente vestido que estar decentemente alojado, alimentado o aseado”.
Influencia religiosa
Yo, como muchos otros, y también Desmond, habríamos pensado que el estancamiento de la pobreza estaría directamente relacionado con la égida Reagan-Thatcher, de los 80, período que marcó el ascenso internacional del fundamentalismo de mercado, disminución de impuestos y subsiguiente debilidad fiscal para mantener la inversión social que sufrió drásticos recortes.
Según esta línea de pensamiento, en Estados Unidos habrían disminuido los presupuestos destinados al combate de la pobreza. ¿Era obvio, no? Pues no fue así.
A contrario sensu de algunos recortes, en el período de ocho años del gobierno de Reagan, los presupuestos de alivio a la pobreza crecieron sin parar hasta ahora, con un incremento del 237 % el año anterior a la toma de posesión de Joe Biden. No hablo de aportes en términos absolutos, sino en ayuda social per cápita, que pasó de $1.015 a $3.419 anuales. Si no disminuyó el aporte público y más bien creció, ¿cómo explicar la parálisis de la aguja de la pobreza?
Una de las grandes razones está anclada en la expropiación que las ideologías religiosas han hecho de la ayuda contra la pobreza. Desde 1996, el viejo modelo de asistencia temporal para familias necesitadas (TANF), controlado por el gobierno federal, pasó a control estatal y se transformó en subvenciones entregadas en bloque a los estados que podían decidir cómo distribuir el dinero.
Desmond nos regala unos ejemplos de esa piñata ideológica contra los pobres. “Arizona utiliza la asistencia social para pagar la educación sexual basada en abstinencia. Pensilvania desvió fondos hacia centros antiaborto... Maine utilizó el dinero para financiar campamentos cristianos de verano”. Como resultado general, en el 2020, de cada dólar de alivio a la pobreza del TANF, los pobres recibieron solo 22 centavos en todo Estados Unidos.
Esto no lo explica todo, porque hay programas que sí llegan a la gente, como las famosas food stamps o el servicio subsidiado de salud, Medicaid. Quedan otros factores más estructurales, como vivienda, dificultad de sindicalización con su consecuente impacto en la capacidad de negociación salarial, desindustrialización, brechas territoriales, etc.
Pero todas las trabas estructurales para aliviar la pobreza, que demandarían otra reflexión, no logran esconder el escándalo formidable de la piñata ideológica que expropia a los pobres las ayudas que les son debidas.
Velia Govaere, exviceministra de Economía, es catedrática de la UNED y especialista en Comercio Internacional con amplia experiencia en Centroamérica y el Caribe. Ha escrito tres libros sobre derecho comercial internacional y tratados de libre comercio. El más reciente se titula “Hegemonía de un modelo contradictorio en Costa Rica: procesos e impactos discordantes de los TLC”.