Cada cierto tiempo, políticos insisten en que una salida a nuestros problemas depende de convertirnos al semiparlamentarismo. La lógica que defiende esa idea consiste en el razonamiento de que la ingobernabilidad afecta el desarrollo y, consecuentemente, debemos corregirla instaurando un nuevo modelo.
Alegan que en sociedades políticamente fragmentadas, ese régimen facilita la interacción, la negociación y la comunicación de sus fuerzas. Palabras menos, palabras más, esa ha sido la argumentación. En días recientes, publiqué en las redes sociales un breve comentario donde confronté ese razonamiento, y aquí lo explicaré con mayor amplitud.
Mi primer argumento: no es cierto que un sistema parlamentario decisivamente mejore la gobernabilidad. Por el contrario, reconocidos juristas, como el español Adolfo Posada, han criticado el parlamentarismo, precisamente por estimular la ingobernabilidad. Si no, veamos la experiencia histórica. Un ejemplo implacable es la realidad de parlamentos como el español o el italiano. Como resultado de su atomización política, España tiene serios problemas de gobernabilidad.
En el 2016, sufrió muchos meses sin armar gobierno, y todo parece indicar que el recién instalado Pedro Sánchez pronto será defenestrado sin otorgarle mayor oportunidad. Su sistema parlamentario funcionó bien durante la época del bipartidismo, y tampoco me atrevería a afirmar que el parlamentarismo es responsable de la actual crisis de fragmentación política española, pero la realidad es que, pese a tener un régimen parlamentario, la nación se paraliza constantemente por esa inestable dinámica.
Agravamiento. De ahí que muchos juristas estén convencidos de que el parlamentarismo tiende a agravar la ingobernabilidad en escenarios políticamente fragmentados. La realidad, que es inmisericorde, nos da la razón. Igual le ha sucedido en varias ocasiones a Italia. Víctima de este sistema debió esperar meses sin formar gobierno. La última grave crisis italiana fue en el 2013, cuando la nación estuvo sumida en un período de irritable estancamiento porque sus diputados no se ponían de acuerdo para formar gobierno.
El disenso político y la fragmentación del poder político, tal como lo experimentamos hoy, es una circunstancia de la cultura política y de la coyuntura histórica, nunca de la forma de gobierno. En un escenario tal de atomización del poder, no existe modelo que por sí solo resuelva los problemas de gobernabilidad. Porque no es cuestión de las reglas del juego democrático.
Paso a mi segundo alegato: el problema de nuestras sociedades no radica en el cómo organicemos nuestras democracias representativas. Nuestros desafíos son de mayor calado y están asociados a otro tipo de factores, básicamente, aspectos de índole productiva y cultural. Acaso cuando repasamos las estadísticas de desempleo o el déficit de nuestra balanza comercial, ¿es sensato sugerir que puede mejorar si, en lugar del actual Ministerio de la Presidencia, tuviésemos un séquito de funcionarios en el despacho de un primer ministro? ¿O que el problema de nuestra incipiente capacidad industrial va a resolverse si los ministros no son despedidos por el presidente, como sucede en el sistema presidencial, sino por los diputados, como se estila en el semiparlamentario? Indudablemente no. Haití, el país más pobre del hemisferio, posee un modelo semiparlamentario, y ello no tiene relación con su triste condición.
Sistema superado. El tercer argumento invocado por quienes defienden el semiparlamentarismo es que nos llevará al anhelado ideal de la democracia participativa. Dicha tesis está igualmente equivocada. El parlamentarismo es, absolutamente, una institución de la democracia representativa, hija anciana de la edad moderna, y de cuyo auge fue testigo la sociedad industrial que fenece.
Por el contrario, de volver al parlamentarismo, que ya vivimos en el siglo XIX, estaríamos cayendo en el sinsentido de sustituir un régimen de la democracia representativa, como lo es el presidencialismo, por otro igualmente de la democracia representativa, como el parlamentario.
En ambos, el ciudadano, simplemente, delega su poder. La Cuarta Revolución Industrial está forjando una idea de la democracia que tiende a poseer dos características básicas que chocan con el parlamentarismo; una de ellas es que prioriza la toma de decisiones en lo local.
Si hubiese que definirla con otra expresión, la podríamos llamar democracia de cabildos. Karl Loewenstein la denominó formas “directoriales”. En ellas, el epicentro del poder es el escenario local. La democracia participativa es descentralizada, horizontal, local y reticular, tal como tienden a ser las organizaciones humanas de la actual era posindustrial. En cambio, el parlamentarismo, propio de la vieja edad moderna e industrial, es un sistema centralista y vertical. Es transitar contra la historia.
La otra característica de la democracia participativa es la inmediatez dinámica que la tecnología digital está permitiendo; ella es “democracia digital”, pues, además de local, su naturaleza es también tecnológica. Conforme avance el desarrollo de tecnologías como la firma digital, la huella digital o el encriptamiento de datos, entre otras, se llegará a utilizar la consulta ciudadana a través de prácticas novedosas como el cibervoto.
De hecho, el “gobierno digital” ya es realidad en materias como licitaciones, concursos públicos, inscripción jurídico-registrales de empresas o la notificación y presentación judicial de escritos y documentos.
Conclusión. Si de transformaciones se trata, es preferible pensar en un sistema localista directorial, más adecuado a la democracia participativa. Invocar en Costa Rica el regreso del parlamentarismo es invocar el espíritu de un muerto que aquí vivió y murió en el siglo XIX, durante nuestro breve período de parlamentarismo bicameral. Frente a las apremiantes necesidades de desarrollo estructural que entonces tenía el país, fue sustituido por inadecuado.
Regresar al parlamentarismo es volver a un modelo diseñado por la nobleza europea al final de la Edad Media para enfrentar las monarquías absolutas. Aplicar carbolina en época de penicilina.
El autor es abogado constitucionalista.