La semana pasada se ejecutaron tres detenciones policiales en Nicaragua que confirman la naturaleza totalitaria de un régimen que solo puede mantenerse en el poder por la fuerza.
Ninguno de los tres detenidos era candidato presidencial, pero todos coincidían en demandar las elecciones libres que el régimen quiere impedir para perpetuarse en el poder.
El lunes fue capturado el politólogo José Antonio Peraza, del Grupo Promotor de las Reformas Electorales, quien afirmó que en Nicaragua «no existen garantías para una elección libre, transparente y competitiva».
El martes fue secuestrado y desaparecido el excanciller de la República Francisco Aguirre Sacasa, quien fue detenido después de intentar viajar a Costa Rica a través del puesto fronterizo de Peñas Blancas.
Aguirre Sacasa estaba retirado de la política activa, incluso de su función como analista sobre la crisis nacional; sin embargo, sigue siendo uno de los principales expertos del país sobre las relaciones políticas y económicas de Nicaragua con Estados Unidos.
Y el jueves fue detenida en León, en la casa de la madre, la doctora María Oviedo, defensora de derechos humanos de la Comisión Permanente de Derechos Humanos de Nicaragua (CPDH) y abogada del precandidato presidencial Medardo Mairena y los líderes campesinos que están secuestrados en El Chipote.
Oviedo había denunciado la violación de los más elementales derechos humanos de los detenidos en El Chipote, que se encuentran desaparecidos desde hace más de 50 días, sin acceso a un abogado defensor y sin visita familiar.
Persecución intensa. Ellos son tres de los 31 presos políticos secuestrados en los últimos tres meses, entre líderes opositores y cívicos, estudiantes, campesinos, periodistas y empresarios, en un incremento de la criminalización de los derechos democráticos en vísperas de las elecciones de noviembre.
Y mientras los principales precandidatos y líderes de la oposición están en la cárcel o en el exilio, Daniel Ortega promueve su reelección, sin competencia política, utilizando el Estado policial y el control partidario del poder electoral.
Ortega niega al pueblo los derechos a la libertad de reunión y movilización, y ha conculcado las libertades de prensa y expresión. Utiliza todos los recursos y las instituciones del Estado para la campaña de su reelección, como si fueran un patrimonio privado.
Este lunes se inscribió la fórmula presidencial del Frente Sandinista con la que Ortega pretende imponer al país una sucesión dinástica, al mantener a su esposa, Rosario Murillo, como candidata a vicepresidenta. Sin embargo, desde el estallido de las protestas cívicas en abril del 2018, cuando la mayoría política azul y blanco del país de forma masiva demandó el fin de la dictadura y elecciones anticipadas, Ortega y Murillo perdieron las elecciones de noviembre del 2021.
La rebelión de abril enterró para siempre el proyecto de una dictadura dinástica y de una candidatura presidencial de Murillo en el 2021, al colapsar el «modelo» de alianza con los grandes empresarios que le brindó legitimidad política durante más de una década.
Doblemente sancionada, por Estados Unidos y ahora por la Unión Europea, por graves violaciones a los derechos humanos, la cogobernante Murillo comparte con Ortega toda la responsabilidad por el desmantelamiento de la democracia y los crímenes de lesa humanidad, que han sido señalados por los organismos internacionales de derechos humanos.
Reelección sin legitimidad. La dictadura familiar no tiene, por lo tanto, ninguna posibilidad política de sucesión, y al encarcelar a sus principales competidores políticos, incluidos los líderes que surgieron en las protestas de abril del 2018, Ortega y Murillo también liquidaron la legitimidad de las elecciones del 7 de noviembre y su propia reelección.
Aceptar unas elecciones libres era la última oportunidad para que Ortega y Murillo formaran parte de la solución a la crisis política nacional. Al impedir una elección transparente y competitiva, solamente trasladarán a sus resultados —la reelección espuria de Ortega y Murillo— las consecuencias de la ilegitimidad y de su no reconocimiento por la comunidad internacional.
La verdadera encrucijada de Nicaragua ya no son los resultados de las elecciones del 7 de noviembre, que agravarán la crisis política nacional, sino cómo iniciar una transición democrática y convocar a nuevas elecciones en el 2022, sin Ortega y sin Murillo.
El primer paso es la suspensión del Estado policial y la liberación de los aproximadamente 140 presos políticos, incluidos los siete precandidatos presidenciales de la oposición, y cumplir los acuerdos que el régimen suscribió con la Alianza Cívica, en marzo del 2019, teniendo como testigos a la OEA y el Vaticano, para que se restituyan todos los derechos constitucionales y regresen los exiliados.
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El autor es periodista nicaragüense.