WASHINGTON, DC – El asesinato del periodista disidente saudita Jamal Khashoggi, un residente permanente de Estados Unidos, en el consulado de su país de origen en Estambul ha desatado una ola gigantesca de críticas. En el Congreso de Estados Unidos, demócratas y republicanos por igual han prometido poner fin a las ventas de armas a Arabia Saudita e imponer sanciones si se demuestra que su gobierno ha asesinado a Khashoggi.
Pero es poco probable que los vínculos bilaterales se vean afectados de manera significativa, y mucho menos que se produzca una ruptura diplomática, aun si toda la evidencia apunta a un asesinato sancionado por el Estado. Arabia Saudita esencialmente es demasiado crucial para los intereses norteamericanos como para permitir que la muerte de un hombre afecte la relación. Y en un momento cuando nuevos aliados están trabajando con viejos cabilderos para frenar el daño, es poco probable que el episodio conduzca a algo más que una pelea de amantes.
El rol especial de Arabia Saudita en la política exterior norteamericana es una lección que los presidentes de Estados Unidos aprenden solo con la experiencia. Cuando Bill Clinton asumió la presidencia, sus asesores se inclinaban por distanciar a la nueva administración de las políticas de George Bush padre. Entre los cambios que buscaba el asesor de seguridad nacional de Clinton, Anthony Lake, estaba poner fin al acceso irrestricto a la Casa Blanca del que gozaba el embajador saudita Bandar bin Sultan durante las presidencias de Reagan y Bush. Bandar iba a ser tratado como cualquier otro embajador.
Pero Clinton rápidamente se volvió amigable con Bandar, y Bandar y la corte real se tornarían cruciales para las políticas regionales de Clinton, desde las conversaciones de paz árabe-israelíes hasta la contención de Irak. En 1993, cuando Clinton necesitó una cita del Corán para pronunciar junto con las del Antiguo y Nuevo Testamento para una ceremonia que marcaba un acuerdo palestino-israelí, recurrió al embajador saudita.
Antes de asumir la presidencia, Donald Trump frecuentemente criticaba a los sauditas y amenazaba con interrumpir las compras de petróleo al reino, agrupándolos con los aprovechadores que habían sacado ventaja de Estados Unidos. Pero después de que los sauditas lo agasajaron con danzas de espadas y le otorgaron el máximo galardón civil cuando visitó el reino en su primer viaje al exterior como presidente de Estados Unidos, cambió el tono.
Ni los atentados terroristas del 11 de setiembre del 2001 pudieron dañar la relación. Aunque el líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, un ciudadano saudita, reclutara a 15 de los 19 secuestradores en el reino, altos funcionarios sauditas desestimaron las implicaciones. En una entrevista de noviembre del 2002, el ministro del Interior saudita simplemente lo consideró “imposible”, antes de intentar redirigir la culpa acusando a los judíos de “explotar” los ataques y acusar a los servicios de inteligencia israelíes de tener relaciones con organizaciones terroristas.
Los norteamericanos se rasgaron las vestiduras y parecía que la extraña alianza entre una democracia secular y una teocracia hermética, cimentada por intereses comunes durante la Guerra Fría, se hundía en el abismo que separaba sus valores. Pero la alianza no solo sobrevivió; se profundizó. Bandar ofreció ideas y asesoramiento clave cuando el presidente George W. Bush planeaba la invasión de Irak en el 2003.
Los políticos norteamericanos están hoy acentuando su retórica después de la desaparición de Khashoggi. Los turcos dicen que tienen audios y videos que revelan su muerte, y la senadora Lindsey Graham advirtió: “Si efectivamente sucedió, se pagará con un infierno”, mientras que el senador Benjamin Cardin ha amenazado con dirigir sanciones a las altas autoridades sauditas.
Sin embargo, Arabia Saudita es importante en varios ámbitos como para que Estados Unidos la abandone fácilmente. Aunque Estados Unidos ya no necesita petróleo saudita, gracias a sus reservas de esquisto, sí necesita al reino para regular la producción y así estabilizar los mercados. Los contratistas de defensa estadounidenses dependen de los miles de millones que el reino gasta en equipamientos militares. La cooperación de inteligencia es crucial para detectar a los yihadistas y frustrar sus planes. Pero, más importante que todo, Arabia Saudita es el principal baluarte árabe contra el expansionismo iraní.
El reino ha respaldado a apoderados en el Líbano, Siria y Yemen para contener las maquinaciones de Irán. Cualquier medida para responsabilizar a los sauditas por la muerte de Khashoggi obligaría a Estados Unidos a asumir responsabilidades que prefiere delegar.
Es un papel que Estados Unidos ha intentado evitar desde hace tiempo. Cuando el Reino Unido, el amo colonial y protector de la región, decidió que ya no podía hacer frente a esas cargas financieras, los líderes de Estados Unidos descartaron asumir su lugar. Los responsables de las políticas estaban demasiado concentrados en Vietnam como para contemplar una acción en otro escenario. Por el contrario, el secretario de Estado Henry Kissinger concibió una política por la cual Irán y Arabia Saudita, respaldados por equipos militares ilimitados de Estados Unidos, vigilarían el golfo. Si bien Irán dejó de desempeñar su papel luego de la Revolución islámica de 1979, los sauditas todavía lo hacen.
Es una disyuntiva que Trump parece entender. Si bien prometió un “severo castigo” si los sauditas efectivamente asesinaron a Khashoggi, se negó a admitir una cancelación de los contratos militares y se lamentó, en cambio, por lo que su pérdida implicaría para los empleos norteamericanos.
No son solo los contratistas de defensa los que van a salir en apoyo de los sauditas. Antes de que Khashoggi se convirtiera en el tema del día de Washington, los sauditas les pagaron a unas 10 empresas de cabildeo no menos de $759.000 mensuales para alabar sus cualidades en los salones del poder de Estados Unidos.
Pero tal vez sea el nuevo mejor amigo de los sauditas el que les arroje un salvavidas. Como Irán se ha convertido en la mayor amenaza para Israel, el Estado judío ha hecho causa común con los sauditas. Quienes criticaban duramente a los sauditas como Dore Gold, el confidente del primer ministro, Benjamin Netanyahu, ahora se reúnen con funcionarios del reino. Luego del golpe militar del 2013 que derrocó al gobierno elegido democráticamente de Egipto, los israelíes instaron a los funcionarios estadounidenses a abrazar a los generales. Probablemente hagan hoy lo mismo si el sentimiento antisaudita en Estados Unidos pone en peligro su estrategia para Irán.
La relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita ha sido escabrosa, y sus reveses y escándalos han ocurrido fuera de la vista pública. Sin embargo, ha perdurado y prosperado. Esta vez también, luego de la desaparición de Khashoggi, los intereses comunes y la dependencia mutua prevalecerá por sobre el deseo de que los sauditas adopten los estándares esperados de otros aliados estrechos de Estados Unidos.
Barak Barfi es socio investigador en New America. © Project Syndicate 1995–2018