Tengo un claro recuerdo del día en que una colega me aplicó el “calladita es más bonita”, usado para señalar a quien tiene alguna iniciativa que tendrá que llevarla a cabo sola, como si se tratara de un castigo.
Este tipo de actitudes de mi excompañera para esforzarse por mantener un perfil muy bajo en la oficina ahora tienen un nombre que, al parecer, le puso el economista Mark Boldger: quiet quitting (renuncia silenciosa). El concepto describe una estrategia calificada como un intento de los empleados por equilibrar las dimensiones personal y laboral. En concreto, consiste en hacer única y milimétricamente aquello por lo que se les paga.
En el fondo, subyace la idea de que desempeñarse a cambio de un pago es relativamente indigno y de lo que una debe cuidarse. “Your boss is not your friend”, “Your company is not your family” son las frases estampadas en tazas, camisetas y otros productos comerciales.
El fenómeno debe leerse en un contexto en el cual, según el Foro Económico Mundial, en su The Global Risks Report 2021, la “desilusión de los jóvenes” ocupa los primeros lugares de los mayores riesgos, con un abrumador 80% de respuestas en ese sentido.
Manifestaciones palpables
La magnitud de la renuncia silenciosa es alarmante. Como reveló la empresa estadounidense de análisis y asesoría Gallup, Inc., alcanzó este año a la mitad de los estadounidenses. También, afirma María Kordowicz, profesora asociada de comportamiento organizacional en la Universidad de Nottingham, citada por el diario The Guardian, en el caso del Reino Unido, está relacionada con una disminución significativa en los sentimientos de satisfacción laboral. El impacto global que tiene se ve en las redes sociales; se cuentan millones de reacciones al hashtag #QuietQuitting.
En nuestro país, un medio publicó un breve reportaje bajo el título “Ticos adoptan renuncia silenciosa para buscar un equilibrio entre la vida personal y laboral”, donde relacionaron el exceso de funciones y el cansancio que dejó la covid-19 con dicho fenómeno.
Dado que nuestros usos y costumbres están cada vez más globalizados, esta práctica cultural está presente en nuestro país tan significativamente como en otros y debemos tomarnos el tiempo para pensar en ella.
Lo que hacemos con el trabajo y lo que el trabajo hace en nuestras vidas refleja los tipos de sociabilidad en los que organizamos las relaciones. Como señaló la socióloga húngara Agnes Heller, el trato que nos damos no es un a priori sino un a posteriori, en este caso, de aquello con lo que nos ganamos el salario.
La manera en que asumimos las funciones, como si fueran un favor que hacemos, como si nos hicieran víctimas de alguna afrenta o con diligencia y alegría. El trato que esperamos recibir de los pares y las jefaturas, que nos ignoren y nos pidan lo menos posible, que no reconozcan el valor de lo que hacemos, que no nos molesten y nos dejen trabajar. Lo que le hacemos a quienes nos rodean en la oficina, atender con escucha sus inquietudes, intentar colaborar con ellos, bajarles el piso.
Todo ello tiene que ver con varios factores, el primero es el más obvio, pues existen diferencias generacionales en la manera de asumir lo laboral. La generación Z suele tomárselo con menos dramatismo que los baby boomers, por ejemplo.
Depende también del tipo de trabajo en el que se esté. Resulta evidente que una cogedora de café ngöbe buglé no puede ni soñar con renunciar silenciosamente a lo que hace con el canasto. Es decir, que dicha práctica es, desde cierto punto de vista, un lujo solo para algunos.
Reconocimiento
La renuncia silenciosa y la intensidad con que se viva en el país tendrá que ver con la ausencia de una cultura del reconocimiento, especialmente en el sector público, donde suele premiarse lo minúsculo y las jefaturas tienen poco margen para reconocer y estimular al personal que se destaque por la excelencia en su desempeño. No debemos olvidar que uno de nuestros más queridos valores es la igualdad, pero con el adjetivo diminutivo que pone el énfasis en no sobresalir: todos somos igualiticos.
El médico francés, especialista en apreciación diferenciada, Christophe Dejours encontró en sus múltiples investigaciones que cuando se reconoce la calidad del trabajo, lo que adquiere sentido son el esfuerzo, las angustias, las dudas, las decepciones y los desalientos.
“Todo ese sufrimiento no fue en vano y no solo ha contribuido a la organización del trabajo, sino que, a cambio, ha hecho de mí un sujeto diferente del que era antes del reconocimiento. El sujeto puede transferir ese reconocimiento del trabajo al registro de la construcción de su identidad. Y el trabajo se inscribe así en la dinámica de la autorrealización”, dice Dejours.
En la disposición de un país como el nuestro, donde no ve bien distinguirse en nada, el que se atreve a destacar recibe etiquetas de sapo, desleal, servil o manipulador, y quien hace mal o mediocremente sus responsabilidades sale ileso. El primero no recibirá reconocimiento, y eso le produciría un sufrimiento que acaba en desaliento. El segundo quedará como ganador, de la clase que más se admira en el país, el que se salió con la suya con un exiguo esfuerzo.
Si le sumamos la tendencia nacional a sobreestimar el propio valor y esfuerzo —aquí se activa el probrecitico—, se entiende que el cultivo de la meritocracia sea casi inexistente, sobre todo, de nuevo, en las instituciones públicas, donde el reconocimiento de méritos como motor de ascenso es considerado discriminador. ¡Se olvidan de que, por ejemplo, las asambleas universitarias que nombran los cargos en propiedad pueden hacerlo ignorando el mérito de quienes no pertenezcan a la macolla de compadres, ni ideológica ni de sexo o clase!
A la par, el golpe físico, mental y moral que nos produjo la covid-19 debe ser contabilizado en el tema que estamos discutiendo, el que mucha gente ya no ve igual la oficina, ni la casa, ni las funciones, ni el pago. Hay mujeres que se “enamoraron” de estar en la casa pendientes de la familia mientras trabajan en la computadora; otras notaron las ventajas de no tener que lidiar con un jefe sexista de forma presencial; otras vieron el ahorro en su salario por no trasladarse o la ventaja de hacer mandados durante el día.
Presencial y en remoto
La práctica de la renuncia silenciosa nos da la ocasión para pensar que no toda la gente que trabaja tantas horas en realidad lo hace. Hay quienes están largas horas en el centro laboral porque no tienen capacidad de organizarse, para cobrar horas extras o por aparentar que aportan más.
Pero también habrá víctimas de un ingrato recargo, producto de un mal jefe que no quiere complicarse distribuyendo las tareas. No olvidemos a los que pasan más de la cuenta debido a que carecen de relaciones afectivas y llenan su soledad de ese modo.
La flexibilidad en los límites que el teletrabajo exacerba, provocando un borrado de horarios y lugares, debe sumarse a la reflexión: jefaturas que envían mensajes telefónicos a sus subalternas en horarios fuera de la jornada, empleados que responden un correo desde su teléfono un fin de semana, empleadas que empiezan su quehacer apenas ponen un pie fuera de la cama, sin la transición de bañarse y trasladarse.
¡Cuántas personas conocemos que están deseando pensionarse y hasta pagan millones para lograrlo antes de tiempo! No todas ellas son vagas. Cuántas otras contarán los días de la semana, mirando el reloj a la espera del fin de semana libre o del feriado. Tampoco todas son vagabundas.
La renuncia silenciosa habla, asimismo, de que estamos trabajando en ambientes solitarios, acechados por el peligro de la deslealtad y —en la crisis económica actual— atemorizados por la precariedad e inestabilidad.
Qué son esos lugares donde ponemos nuestras esperanzas solo para ser defraudadas. Somos una sociedad donde el mundo laboral es un sálvese quien pueda, pero, con algo de esmero, puede ser terreno de encuentro y dignificación. “Yo al trabajo no vengo a hacer amigos” es una sentencia reposada, pero además una advertencia de aquello que se sabe que decepcionará.
¿Qué medidas necesitamos tomar para que lo laboral no nos consuma ni sea una peste de la cual huir, sino un lugar donde ser un poco felices?
Saldada la obligación que cada uno tiene de ganarse el salario lo más esforzadamente posible, el protagonismo es de quien recibe más por administrar lo que hace su personal. Esto implica supervisar que la faena se efectúe bien y a tiempo, y se den las consecuencias, pero igualmente hacerse cargo de que las relaciones entre pares no crucen una línea del exceso de confianza que permita los maltratos, sean estos abiertos o solapados. Las jefaturas no pueden desentenderse de las relaciones entre el personal, de cómo se sienten y cuáles conflictos surgen.
Les corresponde aceptar que parte de su trabajo es velar para que la dignidad individual prevalezca sobre el impulso de muerte, tan humano como nuestro deseo y derecho de estar bien.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.