NUEVA YORK – La retirada de fuerzas estadounidenses de Siria anunciada por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, recibió la crítica casi universal de demócratas y republicanos por igual. Eso habla menos de Trump que de la miopía del establishment estadounidense de política exterior.
El núcleo ortodoxo de ambos partidos políticos exhibe juicios con cierto grado de reflexión: que Estados Unidos debe mantener una presencia militar en todo el mundo para no crear un vacío que adversarios puedan llenar, que el poderío militar estadounidense es la clave para el éxito de la política exterior y que los adversarios de Estados Unidos son enemigos implacables inmunes a la diplomacia. Es verdad que la retirada de Siria anunciada por Trump puede ser el peligroso preludio de una guerra regional en mayor escala, pero con imaginación y diplomacia también puede ser un paso crucial en la senda a la esquiva paz en la región.
El establishment de política exterior estadounidense justificaba retóricamente la presencia de Estados Unidos en Siria como parte de la guerra contra el Estado Islámico (EI). Pero ahora que el EI está básicamente derrotado y dispersado, Trump expuso el engaño del establishment. De pronto, este declaró las verdaderas razones de la prolongada presencia estadounidense y denunció que la decisión de Trump puede entregar ventajas geopolíticas al sirio Bashar al Asad, al ruso Vladimir Putin y al iraní Alí Jamenei, al tiempo que supone poner en peligro a Israel, traicionar a los kurdos y causar otros males que básicamente no tienen relación con el EI.
Este cambio tuvo un efecto benéfico: desenmascarar los verdaderos objetivos de Estados Unidos en Oriente Próximo, que al fin y al cabo no son tan secretos, salvo por el hecho de que los analistas ortodoxos, los estrategas del establishment estadounidense y los congresistas no suelen hablar de ellos en público. Estados Unidos no ha estado en Siria (o en Irak, Afganistán, Yemen, el Cuerno de África, Libia y otros lugares de la región) por el EI. De hecho, el EI fue más una consecuencia que una causa de la presencia estadounidense. El verdadero objetivo era la hegemonía regional estadounidense, y las consecuencias reales han sido desastrosas.
La verdad respecto de la presencia estadounidense en Siria casi nadie la ha dicho. Pero es indudable que a Estados Unidos no le preocupaba la democracia en Siria ni en otros países de la región (de lo que da sobradas pruebas su firme apoyo a Arabia Saudita). Estados Unidos decidió promover una insurgencia para derrocar a Bashar al Asad en el 2011 no porque Estados Unidos y aliados como Arabia Saudita anhelaran la democracia en Siria, sino porque decidieron que Asad era un obstáculo a los intereses de Estados Unidos en la región. El pecado de Asad era evidente: aliarse con Rusia y recibir apoyo de Irán.
Por estas razones, el presidente Barack Obama y la secretaria de Estado Hillary Clinton declararon que era necesario que Asad dejara el poder. Estados Unidos y sus socios regionales, incluidos Israel, Turquía, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Catar, decidieron proveer armas, logística, entrenamiento y refugio (sobre todo en Jordania y Turquía) a una rebelión contra Asad. Obama autorizó una operación (Timber Sycamore) de la CIA con Arabia Saudita (que la financió) para derrocar a Asad; la decisión de apoyar a yihadistas fue para evitar una fuerte oposición de la opinión pública estadounidense a otra guerra dirigida por la CIA con tropas estadounidenses en el terreno. Pero el objetivo de la operación en Siria era claro: instalar un régimen sirio favorable a Turquía y a Arabia Saudita, quitarle un aliado a Rusia y expulsar de Siria a las fuerzas iraníes. Para Estados Unidos, Israel, Turquía y Arabia Saudita todo parecía muy obvio.
Pero como suele suceder en las operaciones de cambio de régimen de la CIA, fracasó espectacularmente. Rusia vio las intenciones de Estados Unidos y dio apoyo a Asad (también Irán proveyó apoyo esencial). En tanto, la guerra por intermediarios alentada por Estados Unidos y sus aliados causó más de 500.000 muertes de combatientes y civiles, y el desplazamiento (hasta ahora) de más de 10 millones de sirios, además de una enorme crisis de refugiados en Europa que sigue sacudiendo la política de la Unión Europea. Y entonces, una facción de yihadistas despiadados se separó del resto para crear el EI.
Tras la aparición de videos espeluznantes de decapitamientos de cautivos estadounidenses y de otras nacionalidades, Obama decidió intervenir en el 2014 con ataques aéreos y algunas tropas estadounidenses para apoyar un ataque kurdo a bastiones del EI.
Desde el punto de vista de Trump, que Estados Unidos instale en Siria un régimen títere para sacar de allí a Rusia e Irán no es ni central para la seguridad nacional de Estados Unidos ni viable. Y en esto, para variar, Trump tiene razón.
No hay duda de que la retirada unilateral de Estados Unidos puede crear un desastre todavía mayor. Podría ocurrir que Turquía invada el norte de Siria para aplastar las fuerzas kurdas; que Rusia y Turquía queden trabadas en un peligroso enfrentamiento; que Israel inicie una guerra contra las fuerzas iraníes en Siria (Israel y Arabia Saudita ya han formado una alianza tácita contra Irán); que la guerra siria se convierta en una guerra total en Oriente Próximo. Todo esto es terroríficamente posible.
Pero no es inevitable, todo lo contrario. Hay margen para una diplomacia exitosa, si por una vez el establishment estadounidense de política exterior reconociera que la vía prudente es la diplomacia de las Naciones Unidas, en vez de la guerra. Bajo los auspicios del Consejo de Seguridad de la ONU (con el acuerdo esencial de Estados Unidos, China, Rusia, Francia y el Reino Unido) podrían acordarse seis pasos para establecer una paz más amplia, en vez de crear una guerra más amplia.
El primero es que todas las fuerzas extranjeras salgan de Siria (incluidas las de Estados Unidos, los yihadistas con apoyo saudita, las fuerzas con respaldo turco, las tropas rusas y las fuerzas con apoyo iraní). El segundo es que el Consejo de Seguridad avale la soberanía del gobierno sirio sobre todo el país. El tercero es que el Consejo, y tal vez fuerzas de paz de la ONU, garanticen la seguridad de los kurdos. El cuarto es que Turquía se comprometa a no invadir Siria. El quinto es que Estados Unidos anule las sanciones extraterritoriales contra Irán. Y el sexto es que la ONU reúna fondos para la reconstrucción de Siria.
Es perfectamente posible que Irán negocie su salida de Siria a cambio de que Estados Unidos ponga fin a las sanciones extraterritoriales; que Estados Unidos e Israel acepten el fin de las sanciones contra Irán a cambio de la retirada militar iraní de Siria; que Turquía acepte contenerse si el Consejo de Seguridad de la ONU deja bien claro que no habrá un Kurdistán separatista; y que Rusia e Irán acepten retirarse de Siria mientras la ONU respalde al gobierno de Asad y se eliminen las sanciones contra Irán. Téngase en cuenta que aunque las sanciones extraterritoriales de Estados Unidos contra Irán de hecho están dañando la economía iraní, también dividen a Estados Unidos del resto del mundo y no han conseguido cambiar la política interna iraní. Trump podría estar de acuerdo en levantarlas a cambio de una retirada de las fuerzas iraníes de Siria.
Además, hay un panorama más amplio. La clave para la paz en Oriente Próximo es la coexistencia de turcos, iraníes, árabes y judíos. El mayor obstáculo desde la firma del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial ha sido la interferencia de las grandes potencias (Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos en diferentes momentos). Es hora de dejar a la región arreglar sola sus asuntos, sin la ilusión de que potencias extranjeras podrán evitarle a uno u otro contendiente hacer concesiones, y sin entrada masiva de armamentos desde el exterior. Por ejemplo, Israel y Arabia Saudita están bajo la ilusión de que Estados Unidos los protegerá de Irán sin necesidad de ceder nada. Tras cien años de interferencia imperial de Occidente, es hora de que los actores regionales hagan concesiones y ajustes para la paz bajo el paraguas de la ONU y del derecho internacional.
Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Gestión y Política Sanitaria y director del Centro de Desarrollo Sostenible en la Universidad de Columbia. También es director de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. © Project Syndicate 1995–2019