Hacía veinte años que pasaba lejos de casa las Semanas Santas, tan gratas en mi memoria desde que era un niño. Fui apóstol por un rato, después monaguillo, y más grande, terminé alzando las andas de un angelito; cómo olvidar el espíritu de cuerpo que a uno lo embargaba.
Las Semanas Santas siempre estuvieron llenas, como alguien decía, de un aire de esplendor y de miseria: todo era al mismo tiempo santo y profano, pero estoy seguro de que esas sensaciones opuestas y disparatadas tenían la virtud de hacerme feliz.
El caso es que un día, hace veinte años, ocurrió lo que ocurrió, lo que nunca debió suceder, y a partir de entonces emigré lo más lejos que podía, huyendo de la celebración religiosa que, sin embargo, no tenía culpa alguna de lo acontecido.
Escribió alguien, juiciosamente, que lo que amamos suele ser irrepetible. Es una lástima. Pero este año las cosas se juntaron de tal modo que regresé a la casa apenas entrada la tarde del Viernes Santo. Más tarde, cuando apenas comenzaba la noche, empezaron a sonar desordenadamente los tambores, y cuando los escuché, salí a la calle para darme de narices con los prolegómenos de la complicada parafernalia del Santo Entierro.
Para mi sorpresa, la procesión había concitado el interés de una enorme cantidad de gente. Ahora que la asistencia a ritos religiosos parece haber mermado a extremos inquietantes para quienes los organizan, y que las reuniones públicas concurridas es cosa de unos pocos estadios y de ciertos conciertos, no me lo esperaba. Desde hace muchos años, un público escaso y cada vez más mermado cambió también las prácticas de los partidos políticos, que ya no se atreven a celebrar las otrora ruidosas plazas públicas, y además es evidente que se han empobrecido las manifestaciones convocadas para alentar esta o la otra causa, aunque se abastezca a la gente que asiste con avituallamiento y otros medios.
La representación de la noche del Viernes Santo no tenía más que unas pocas imágenes de yeso, una de ellas yacente y misteriosa. Estaba en manos de actores y participantes esforzadamente vestidos y aclimatados, especializados en diversos roles, que creaban para algunos, suponía yo, un clima de expectación y reflexión cercano a una genuina experiencia religiosa. Para mí, fue como el eco de lo irrepetible.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal