Uno de los fundamentos de la democracia es la capacidad de las personas ciudadanas para reconocerse como interlocutoras legítimas en los asuntos de interés público, a pesar de sus diferentes modos de pensar. Ese reconocimiento implica, como mínimo, un trato que respeta la integridad y dignidad ajenas, aun en situaciones de conflicto. Ello no supone ningún vínculo afectivo o una buena opinión de los demás, y menos de sus ideas, pero sí cierta disposición a escuchar y, si las circunstancias lo ameritan, cooperar con ellas en la resolución de problemas comunes.
El demos es una comunidad política de ciudadanos que, en las democracias modernas, incluye a todas las personas que cumplan requisitos elementales. Además, están obligadas a dispensar ese trato respetuoso a las personas no ciudadanas. El trato ciudadano es, pues, un pilar de la calidad de la vida democrática, especialmente en momentos medulares como la selección de quienes gobernarán la sociedad.
Con ello en mente, podría decir que nuestro país pasa sobradamente el examen de mínimos. En nuestras campañas electorales no hay violencia política (muertos o heridos) y, en las últimas décadas, los conflictos no dieron paso a la legitimación de la violencia simbólica contra minorías (racismo, xenofobia). La disputa pacífica del poder del gobierno es un gran logro: cuando uno alza la mirada, varias democracias en el mundo están en serios problemas.
Hay, sin embargo, un ácido que corroe el trato ciudadano: el miedo. Miedo a quienes piensan diferente, que se expresa en la incapacidad de conversar con quienes tienen otros pensamientos, de escuchar sus perspectivas, de discernir si tienen algún punto meritorio. Como hay miedo, aplicamos la operación mental más fácil: descalificar a priori toda cosa que digan y hagan, y juzgar por sospechas. Ese miedo da pie al aislamiento en burbujas políticas, a aplaudir la injuria contra “los malos” y, luego, a la negativa de reconocer su legitimidad para participar en los asuntos públicos. Se los demoniza y a los demonios se los exorciza.
Error. El miedo puede ganar campañas, pero no sirve para el gobierno democrático de una sociedad, menos en una como la nuestra, con su diversidad social y política, y reformas pendientes. ¿O es que queremos una “democracia” de, para y por la gente que piensa parecido?
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.