Los hechos descritos en este artículo nos desnudan como sociedad. Como zorras pequeñas que minan el viñedo, y en razón de un mero utilitarismo, estamos minando nuestros fundamentos cívicos y, con ello, la cultura nacional.
A raíz de que mis manías de abogado me obligan a cumplir el rigor de la estructura acusatoria, sustento esta denuncia apelando a un hecho concreto: el abierto desprecio que estamos demostrando por el sacrificio de nuestros mártires y héroes nacionales. Antes de entrar a enumerar y describir los hechos de esta denuncia, voy repasar algunas características de una sociedad culta, pues ello es indispensable para comprender los fundamentos que explican las razones del daño.
Primero, una definición: la cultura de una nación es el código, las pautas y la vocación de consensos sociales en torno a ideales comunes de vida. Implica principios de conducta que tienen como propósito elevar el espíritu y forjar el carácter humano, tallando, en consecuencia, el relieve de la sociedad. De ahí que Vargas Llosa nos recuerda que los valores culturales no son solo información, sino que se transmiten primordialmente en el hogar, de generación en generación, y están necesariamente asociados en función de una espiritualidad con vocación de bien. Precisamente por esa vocación espiritual, la cultura implica principios anteriores al conocimiento.
Otra singularidad de la cultura es su capacidad totalizadora, aunque no totalitaria, pues como vocación espiritual está subordinada a la libertad; de ahí que lo contrario a la cultura sea la anarquía. Por esa misma propensión totalizante, involucra aspectos tan aparentemente nimios como las maneras de urbanidad, o incluso las formas de conducta en la mesa.
Las sociedades ilustradas cultivan aspectos como la protección de la familia, la devoción patriótica y su acervo, el respeto por lo que es digno de reverencia para los demás y para sí mismos, la debida honra hacia quienes ejercen la dignidad de los cargos públicos, la probidad de las instituciones que garantizan la libertad y la justicia y el estímulo de las instituciones que promueven los valores espirituales de la comunidad, los cuales son conceptos fundamentales para sostener la cultura.
Si esos cimientos sociales no se respetan, el sentido de la política no será la virtud, sino simplemente el poder como fin en sí mismo.
Veneración. Por el contrario, la incultura es “presentista”; simplemente centrada en el aquí y en el ahora. No así la cultura que necesariamente abreva del pasado, pues es portentosa construcción que se forja en procesos, en gradualidades. En pequeños cincelazos durante el discurrir de las edades. Por ello la cultura es inviable sin el antecedente de una tradición previa, siendo el mayor pecado de la clase política el hecho que, estando obligada a cultivar la cultura de una nación, rechace su propia identidad, o peor aún, la emprenda contra su propio acervo, tradición e historia.
Proscribir el pasado, o pretender clausurar los fundamentos que forjaron lo que somos, no es otra cosa sino una propensión inculta. Y en tanto hija de la libertad que es, por la cultura se debe morir, mas nunca matar. La cultura la defienden héroes dispuestos a morir por ella, pero en la decadencia los fanáticos están dispuestos a matar por aquello que a cualquier costo desean imponer.
Es la razón por la cual la cultura hace héroes, a diferencia de la contracultura, que hace fanáticos. Entre otras, esas son las razones del porqué las sociedades dignas veneran sus epopeyas y a sus prohombres.
Borrón histórico. Pues bien, contrario al ideal de toda sociedad que cultiva y preserva su cultura, aquí, recientemente, hemos borrado de nuestra memoria histórica –y ciertamente lo seguimos haciendo– el nombre de tres grandes próceres de la patria. La forma como los hemos deshonrado ha sido desapareciendo sus nombres de las toponimias cantonales.
El primer caso se produjo en el cantón de Alfaro Ruiz, que hoy conserva únicamente el nombre de su cabecera, Zarcero, donde se eliminó el nombre del héroe de la guerra contra los filibusteros, Juan Alfaro Ruiz. Al igual que Juan Santamaría, Alfaro fue un teniente que se distinguió por su heroísmo durante la Batalla de Rivas y en el combate de La Virgen. Murió en Liberia después de ser protagonista de varios actos de enorme gallardía. Pero resulta que a nuestra clase política le pareció que ese nombre no era suficientemente conocido por la gente y era preferible llamarle simplemente Zarcero a dicho cantón.
Para los responsables de tal despropósito, el popular nombre mercantil de los quesos de la zona como denominación de origen, fue un argumento más sólido para denominar su jurisdicción territorial.
Igual le sucedió al nombre del cantón de Aguirre, bautizado así en homenaje a Rolando Aguirre Lobo, mártir que murió entregando su vida por la restitución de la democracia costarricense. El argumento fue el mismo: que la gente no sabía quién era Aguirre y resultaba más popular el nombre Quepos, de su ciudad cabecera.
Nueva arremetida. Ni pensar en el intento de algún esfuerzo por educar a la población y a la juventud respecto de lo que es su historia y sus valores cívicos, sino la salida fácil del atajo, propio de la medianía reinante.
En este caso, el atajo consistió simplemente en cambiar el nombre, desaparecer al héroe, y aquí paz y después gloria. Pues bien, ahora viene una nueva arremetida; esta vez se trata del cantón de Valverde Vega, así llamado en memoria del ilustre médico 19.469 , que ofrendó su vida luchando contra lo que Alberto Cañas denominó “la dictadura de los ocho años”.
En este caso, además del desacreditado argumento de que Sarchí es nombre más popular para el cantón, se suma a ello la innoble vendetta política de algunos politiqueros, quienes aspiran a desaparecer el ilustre nombre porque este se asocia a la lucha que originó la bandera política que les es adversa.
Ya el proyecto se aprobó en comisión legislativa y todo parece indicar que tendrá los votos para ser aprobado. Pero este nuevo despropósito debe de alguna forma ser detenido, o al menos vetado.
El día de mañana, si un colectivo acrítico llega a olvidar quién fue Juan Santamaría, no faltará alguna alma yerma que alegue que “aeropuerto de Alajuela” es un nombre más popular. O peor aún, que alguien a quien el resultado de la realidad histórica le disguste, aplique la estrategia de alterarla borrando sus íconos.
Nos guste o no lo que sucedió en la historia, nada hay más innoble que pretender por esa vía negarla. En fin: a esa decadencia cultural que nuestra clase política refleja debe ponérsele coto ya.
El autor es abogado constitucionalista.