Cuando uno vive en el país de los eufemismos, cada vez que una autoridad gubernamental anuncia el cambio de nomenclatura de cualquier cosa —una institución, un programa o un indicador— provoca una enorme dosis de sospecha y escepticismo.
Por eso, cuando leí el reportaje de La Nación del pasado 19 de marzo (http://bit.ly/2ptlV5B) acerca de la disminución de la exclusión escolar observada en el 2017, se me pararon las antenitas de vinil. La ministra de Educación, Sonia Marta Mora, explicó que se dio un cambio de enfoque al hablar de exclusión y dejar atrás el concepto de deserción escolar.
Si bien el cambio fue meramente de nomenclatura —la medición es exactamente la misma— me alegró leerlo porque implica, como señala la ministra, dejar de ver el problema como una “decisión voluntaria y personal” de abandonar los estudios para entender que existen “factores personales, familiares y del propio sistema educativo que influyen en que el estudiantado permanezca o no en las aulas”. Es, en otras palabras, reconocer que el sistema educativo puede —por inadecuado— expulsar alumnos. Y lo hace.
El sexto informe Estado de la Educación (EE2017) revela que apenas “un 4,6 % de las 3.731 escuelas públicas que operaban en el 2016 ofrecían el plan de estudios completo para la enseñanza primaria”. Ahí tenemos un claro indicio de un sistema educativo que expulsa a sus alumnos. Que más del 95 % de las escuelas no ofrezcan el plan de estudios completo quiere decir que la enorme mayoría de los estudiantes nunca será expuesta a materias como artes, deportes o computación, que podrían despertar su interés o ayudarles a descubrir su pasión.
Quizás por esto la tasa neta de escolaridad —el porcentaje de niños entre 6 y 12 años que se encuentran enrolados en la educación primaria— ha venido cayendo desde más del 97 % en el período 2005-2011, al 93,1 % en el 2016. Peor aún, nos dice el EE2017, la matrícula de sexto grado en el 2016 representó un 83,4 % de la reportada en primer grado seis años antes. Casi 17 de cada 100 niños matriculados en primer grado en el 2011 se perdieron en el camino a sexto grado.
Medición generacional. Estos datos me hicieron recordar una conversación que tuve recientemente con el Dr. Luis Daniel González Aguiluz, director del Programa de Informatización para el Alto Desempeño (PIAD) de la Asociación para la Innovación Social. Sostiene Luis Daniel que el abandono de las aulas no se debe medir con respecto a la matrícula inicial de cada año, sino en referencia a la matrícula en primer grado de cada generación o cohorte.
Para explicar el concepto, analizaré lo sucedido con la cohorte del 2005. Dado que la educación formal tiene una duración teórica de 11 años en la modalidad académica y de 12 años en la técnica, intentaré responder la siguiente pregunta: ¿Cuántos de los niños que entraron a la escuela por vez primera en el 2005 concluyeron la secundaria en el 2015 (o el 2016 en el caso de la educación técnica)?
En el 2005 ingresaron 95.811 niños a primer grado del sistema de educación tradicional en horario diurno. En el 2015 se matricularon 42.783 jóvenes en undécimo año en educación académica y técnica en horario diurno. Aunque la comparación no es exacta, nos da un primer indicador de exclusión en la educación: tan solo el 44,7 % de los niños que iniciaron su educación primaria en el 2005 llegaron a undécimo año once años después.
La cifra no es exacta, entre otras razones, porque no todos los jóvenes que matriculan undécimo en un año cualquiera iniciaron sus estudios once años antes; algunos repitieron uno o más años. De igual manera, algunos de los estudiantes que inician la primaria en un año cualquiera, la concluirán en más de once años, ya sea en la educación tradicional (después de haber repetido uno o más años), o porque se decantaron por opciones de 12 años como el bachillerato internacional (BI) o la educación técnica, o porque concluirán sus estudios años más tarde en programas como educación nocturna o bachillerato por madurez.
Cifra alarmante. Aun así, la cifra es alarmante: menos de la mitad de los jóvenes en edad de estudiar concluye la educación formal en el tiempo prescrito. La estadística se torna aún más alarmante si hablamos de la proporción de estudiantes que realmente se gradúa.
En el 2015 se presentaron a bachillerato 37.775 estudiantes. De ellos, 5.681 provenían de la educación nocturna, donde el promedio de edad es mucho más alto (no son los jóvenes que empezaron sus estudios once años antes). Nos quedan entonces 32.094 estudiantes, o tres cuartas partes de los 42.783 jóvenes que se matricularon en undécimo en ese mismo año. Vamos viendo como la mazorca se desgrana en cada paso.
La historia se torna todavía más sombría. En el 2015 aprobaron bachillerato 26.709 estudiantes (del total de 37.775). Las autoridades hablan de una promoción del 70,7 %, pero la cifra es engañosa: esconde la enorme cantidad de jóvenes que no llegaron ni siquiera a presentarse a bachillerato.
Del total de bachilleres del 2015, tan solo 18.791 provenían de la educación académica diurna; el resto fueron estudiantes de la educación nocturna (mayor edad promedio) o de la educación técnica (duración teórica de 12 años). Si sumamos los 6.218 jóvenes que obtuvieron su bachillerato en educación técnica en el 2016, tenemos que son 25.009 los jóvenes que, habiendo empezado sus estudios en el 2005, obtuvieron su bachillerato en la educación diurna académica o técnica en el tiempo prescrito.
La cifra, como ya mencioné, no es exacta, y dada la gravedad de lo señalado, merece ser depurada. Lanzo el reto al programa Estado de la Nación, al Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas de la UCR, a la Academia de Centroamérica o al propio Departamento de Análisis Estadístico del MEP para que lo hagan.
En todo caso, y sin perjuicio de que algún día las autoridades hagan el ejercicio de afinar el dato, resulta muy reveladora la comparación de esos 25.009 bachilleres con los 95.811 niños que matricularon primer grado de primaria en el 2005: tan solo el 26,1 % de los muchachos se graduaron en el tiempo esperado. Visto de otra forma, 70.802 jóvenes que iniciaron su educación en el 2005 no se llegaron a graduar. Esa es la verdadera tragedia de la exclusión educativa.
Fracaso. Desde una perspectiva meramente cuantitativa, nuestro sistema educativo es un rotundo fracaso. Menciona el EE2017 que “en el 2016 solo el 50,4 % de los jóvenes de entre 18 y 22 años había finalizado la secundaria”. Finalizar la secundaria no es lo mismo que obtener el bachillerato.
Lamentablemente, desde una perspectiva cualitativa, la situación es también calamitosa, como lo reflejan los resultados de las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA), que promueve la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para evaluar las competencias y destrezas de los alumnos en tres áreas (matemáticas, comprensión de lectura y ciencias). Los estudiantes son clasificados en seis niveles, de acuerdo con su desempeño, siendo 1 el más bajo y 6 el más alto.
En el 2015, el 62,6 % de los estudiantes costarricenses evaluados en matemáticas quedaron en o por debajo del nivel 1, lo cual quiere decir que no pueden resolver más que los problemas matemáticos más elementales, y ello únicamente cuando cuentan de manera explícita (no inferencial) con instrucciones precisas y toda la información necesaria para hacerlo. En otras palabras, son alumnos que pasaron por el colegio, pero el colegio no dejó ninguna huella en ellos.
Otro 25,8 % de los alumnos evaluados quedaron en el nivel 2, y solamente el 11,7 % se distribuyó entre los cuatro niveles superiores de la escala de evaluación. Los resultados en lectura y ciencias, si bien algo mejores, tampoco son para alardear.
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Las pruebas PISA muestran entre dos y tres años de rezago de los estudiantes costarricenses —los que no han abandonado las aulas a los 15 años de edad— con respecto al promedio de los países de la OCDE. Esto a pesar de que Costa Rica destina a la educación más recursos, como proporción del PIB, que cualquier país miembro de la OCDE.
Hablar de exclusión versus deserción permite entender la magnitud de la tragedia de la educación en Costa Rica. El significativo esfuerzo que ha hecho nuestro país al pasar de invertir poco más del 4 % del PIB en educación hace 20 años a cerca del 8 % hoy no ha rendido los frutos esperados. Dinero hay; las estrategias deben ser revisadas.
El autor es economista.