Según las estimaciones de la física, el universo tiene unos 14.000 millones de años de existir. En él, hay unas 100.000 millones de galaxias, con aproximadamente 100.000 millones de planetas en cada una. En este ínfimo planeta Tierra, los seres humanos hemos existido por unos tres millones de años, unas 150.000 generaciones diferentes de personas. La probabilidad de que en ese lapso nuestros ancestros se hayan reproducido satisfactoriamente, y nosotros hayamos nacido, es de uno en diez a la potencia de 45.000, es decir, un número tan pequeño que se necesitaría un periódico entero para imprimir los ceros antes de sus dígitos decimales.
A esa probabilidad tan baja de tener vida en el presente, le debemos ajustar el hecho de que Costa Rica representa apenas un 0,01 % de la superficie del planeta. Es decir, la probabilidad de haber nacido aquí y no en otro país es tan diminuta que en nuestras cabezas es virtualmente imposible de dimensionar.
Sin embargo, en este indiscernible pedacito del universo, un grupo de seres humanos motivados por el odio, la ignorancia y el accidente de la historia de haber nacido aquí, decidieron marchar con el objetivo de intimidar, y a fin de cuentas tratar de expulsar, a otras personas que se mudaron unos cuantos kilómetros al sur en busca de oportunidades y una mejor vida. Para algún observador al otro lado del universo, debe ser inexplicable tanta insensatez.
Diferencias imaginarias. Como especie, no hemos comprendido aún que las diferencias imaginarias entre naciones no son más que una ideación política de los últimos dos siglos, que únicamente representan diferencias institucionales y no disparidades inherentes entre las personas que las habitamos. El origen del Estado-nación como le conocemos hoy día, tradicionalmente atribuido a la Paz de Westfalia en 1648, no consideraba diferencias raciales o étnicas en las nacionalidades, más allá de una separación logística entre los habitantes de uno y otro territorio, con el objetivo de organizar la tributación y los alistamientos militares.
No fue sino hasta finales del siglo XVIII que en Europa empezó a consolidarse el concepto del nacionalismo, es decir, la infundada creencia de que pertenecer a un Estado-nación nos hace inherentemente superiores a los habitantes de otro país. Se trató de una de las ideas políticas más destructivas en la historia de la humanidad, con una cantidad de muertes bajo su manto que se aproxima al centenar de millones.
Desde entonces, hemos avanzado mucho como humanidad. Sin embargo, en Costa Rica, con respecto a los vecinos nicaragüenses, aún no parecemos haber comprendido que nuestros destinos están inevitablemente entrelazados y que en el largo arco de la historia las diferenciaciones entre “ellos” y “nosotros” caerán en la trivialidad enciclopédica.
Freud, en su ensayo El malestar en la cultura (1930) explicó este tipo de dinámica entre los pueblos como “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, es decir, esa alta probabilidad de que comunidades adjuntas se embarquen en ridículas discusiones producto de la hipersensibilidad en detalles de su diferenciación, sin darnos cuenta de que esos contrastes son realmente insulsos y superficiales.
Tradición costarricense. Si bien las recientes manifestaciones de odio han sido perpetradas por grupos minoritarios, la xenofobia, el racismo y las malas actitudes respecto a los nicaragüenses, lamentablemente, han sido parte de la tradición costarricense. Desde Clodomiro Picado hasta Constantino Láscaris, la ilusión de la supremacía racial costarricense ha sido transversal a nuestra historia.
En 1997, tras un estudio del Instituto de Estudios de la Población de la Universidad Nacional, fue posible identificar que al menos la mitad de la sociedad costarricense compartía algún tipo de sentimiento xenófobo contra los nicaragüenses. Ese mismo centro de investigación encontró en el 2016 que un 22,2 % de la población tiene una “percepción ambivalente” respecto a los nicaragüenses; un 6,2 % considera que “son malos o vienen a hacer daño” y un 4,6 % indica que “es un pueblo con muy mala educación o muy poca cultura”.
Estas percepciones han sido confirmadas por las recientes manifestaciones de desprecio en las calles y en las redes sociales. Todo ello a pesar de que la inmigración hacia nuestro país no representa una amenaza, sino una oportunidad, como ya argumenté previamente en estas mismas páginas (La Nación, 7/10/2015).
¿Cómo disminuir esas dinámicas tan arraigadas en nuestro país? La respuesta parece ser aumentar el nivel de interacción entre los grupos y las culturas. Múltiples investigaciones científicas, en particular las de Broockman y Kalla (2016) y Tropp y Godsil (2014), han evidenciado que algo tan simple como tener una conversación o conocer a una persona de otro grupo disminuye considerablemente los sesgos raciales.
El aislamiento y el temor hacia el otro son la receta para la intolerancia, y tomar el riesgo de conocernos parece ser su mejor cura. Se trata de acciones que no pasan solo por la clase política, por el Estado o por grandes entidades ajenas a nuestros hogares, sino por cada uno de nosotros mismos. Los resultados tardarán generaciones en manifestarse, pero ya es bastante tarde para iniciar. Cabe aclarar que esto sin duda debe ir de la mano de respuestas institucionales y legislativas.
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Si algo podemos aprender de los casos de éxito a escala internacional, es que únicamente con el fortalecimiento de la comunidad y el capital social podremos percibir que no somos diferentes los unos de los otros, y por ello dar la lucha en nuestro pequeño trozo del universo se convierte en una obligación ciudadana. De otra forma, nadie lo va a hacer por nosotros, como alguna vez afirmó Carl Sagan al decir: “Nuestro planeta es una solitaria partícula en esa gran abrumadora tiniebla cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ninguna insinuación de que la ayuda vendrá de algún lugar para salvarnos de nosotros mismos”.
El autor es analista de políticas públicas.