TOKIO – ¿Cuándo fue la última vez que se sentó a escribir una carta? No me refiero a correos electrónicos o mensajes de texto; tampoco cuenta algo que le dictó a una máquina o a un asistente personal. Me refiero más bien a una carta como las de antes, las que empezaban con “Querido Donald” o “Querida Hillary”.
Le pregunto porque 65.000 personas le escribieron cartas de esas a Barack Obama y se las mandaron, durante cada semana de su mandato como presidente de los Estados Unidos. Según una nota reciente publicada en The Guardian, un equipo de empleados de la Casa Blanca elegía diez cartas por día y se las entregaba al presidente, que esa misma noche las respondía personalmente.
¿Era este ritual nocturno una pérdida de tiempo para el líder más poderoso del mundo? Alguno dirá que a Obama le hubiera aprovechado más leer informes sobre la situación en Siria o sobre la implementación de la reforma sanitaria (y no hay duda de que también los leía). Pero sospecho que Obama comprendía el valor de tener un encuentro diario con los votantes. Su ritual era una solución parcial a un problema fundamental que enfrentan todos los dirigentes políticos: cómo mantener contacto con el mundo real.
Pensemos ahora en Donald Trump. Con unas pocas honrosas excepciones (como el secretario de defensa James Mattis), Trump está rodeado de gente que le dice que el mundo es tal como él cree que es, no como es en realidad. Para los lamebotas de su corte, confirmar obsecuentemente las fantasías del presidente es de rigueur. Y lo mismo vale para los de Fox News, que cada día dicen a sus espectadores exactamente lo que Trump quiere oír.
Pero incluso a líderes que se parecen más a Obama que a Trump les cuesta enterarse de todo lo que pasa. En condiciones ideales, los jefes de Estado tienen equipos de empleados públicos que trabajan para asegurar que las decisiones políticas se tomen con plena comprensión de su contexto y de sus consecuencias. En una democracia, los líderes pueden y a menudo deben seguir cursos de acción que implican cierto riesgo. Pero solo deberían hacerlo habiendo analizado todos los hechos.
Otro problema es que cuanto más está un líder en el poder, menos probable es que lo contradigan: la longevidad en política engendra adulación. Fui testigo de esto con la ex primera ministra británica Margaret Thatcher (alguien que leía los informes que le llevaban y conocía la mayoría de los temas de los que hablaban). Logró sus mayores triunfos mientras permitió que cuestionaran sus instintos. Pero con la permanencia en el cargo, empezó a dar por sentado que tenía siempre razón.
Al final, el aislamiento epistémico de Thatcher fue su ruina. Por lo general, Thatcher entendía bien todo lo relacionado con el nivel de vida; pero no comprendió el impacto que tendría sobre la economía de los hogares la introducción de un impuesto por cabeza (el toll tax). En definitiva, lo que provocó su caída fue esto, no algún profundo debate sobre el lugar del Reino Unido en Europa, como se dice a menudo.
Además, saber manejar los cuestionamientos parlamentarios es una cosa, relacionarse con los votantes es otra. Uno puede dominar todos los trucos de la política necesarios para sobrevivir a debates parlamentarios y comisiones de interpelación. Y se supone que los ministros saben más sobre su área de competencia que cualquier posible interlocutor. Pero el desafío real es estar frente a frente con los ciudadanos.
Hay que reconocerle al sistema electoral británico que al menos instituye una relación más o menos directa entre los parlamentarios y los votantes. Cada parlamentario representa un pueblo, un suburbio o un distrito rural determinados, y la mayoría vuelve allí cada semana para mantener audiencias públicas, donde la gente va y habla de problemas de vivienda, con las escuelas o con las prestaciones sociales, o expresa su malestar en relación con alguna controversia nacional.
Recuerdo ocasiones, cuando era parlamentario, en las que tras convencer fácilmente al Parlamento de que yo tenía razón respecto de alguna decisión, después me encontré cara a cara con mis representados y descubrí que no era tan así. Las cosas se ven muy diferentes cuando alguien rompe en llanto tratando de explicar el impacto que esa decisión tuvo en su vida.
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Obama no necesitaba focus groups para saber que el estadounidense medio tenía problemas para pagar las facturas médicas y que le negaban el tratamiento de enfermedades preexistentes. Ya lo sabía, porque había leído las cartas; algunas las enmarcó y las colgó en la pared.
No es extraño que el sistema sanitario sea un tema tan importante en la elección intermedia de este año en Estados Unidos. Tal vez el resultado le envíe un mensaje a Trump. En vez de una carta, puede que reciba una andanada de derrotas de congresistas republicanos. Si le sirve de consuelo, puede enterarse de ellas en Fox News, donde él nunca tiene la culpa de nada.
Chris Patten, último gobernador británico de Hong Kong y excomisario de asuntos exteriores de la Unión Europea, es el rector de la Universidad de Oxford. © Project Syndicate 1995–2018